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crítica de teatro

Tarascones, o la crueldad en un tono bien bizarro

De Gonzalo Demaría, con dirección de Ciro Zorzoli, pasó por el teatro La Comedia


A mitad de camino entre aquellas comedias de mujeres de la escena nacional hoy con cierto olor a naftalina y una película de François Ozon algo estallada, por esa extraña mixtura que deriva de fusionar la intriga con la comedia negra, Tarascones, la elogiada pieza de Gonzalo Demaría, un verdadero prodigio en términos dramatúrgicos por su escritura en verso, pasó el fin de semana por el Teatro Municipal La Comedia con dos funciones coronadas con cerrados aplausos y merecidas ovaciones.

Apostando a confiar ciegamente en la actuación, pero partiendo de un texto que si bien no propone nada demasiado original en términos narrativos, lo que propone, lo cuenta de una manera formidable, Tarascones es la contracara de un apacible encuentro de señoras de clase acomodada que, frente a una muerte inesperada (contar los entretelones de esa muerte echaría por tierra la sorpresa que supone el desopilante disparate que se narra), deciden de manera arbitraria culpar a la mucama paraguaya que habita la casa en cuestión y encerrarla, mientras juzgan su supuesto accionar.

Zulma, Martita, Estela y Raquel, las formidables Paola Barrientos, Alejandra Flechner, Eugenia Guerty y Susana Pampín, respectivamente, bajo la dirección preciosista, por el acento en los detalles, del talentoso Ciro Zorzoli (Estado de ira, Las Criadas), entrelazan una serie de situaciones que acontecen en la casa de Raquel, a instancias de un hecho desafortunado que deviene en una avalancha de confesiones que, a borbotones, y por influencia del alcohol y del hastío, esputan a repetición.

Solas, yermas, convencidas de un poder que no tienen o quizás ya no pueden ejercer; señoras “de clase” pero desclasadas, otrora dueñas de una belleza hoy exagerada que las acerca a lo esperpéntico, abandonadas por los hombres, dejadas y llenas de odio y de prejuicios, toman prestado como registro lo más contundente del grotesco y el absurdo, cuando ya no hay nada más que hacer porque la pobre sirvienta paraguaya, tildada de “bruja malvada”, se encuentra encerrada. Y allí, son ellas mismas las que rompen sus candados y sus códigos para decir (decirse) lo que guardan de sus oscuras y patéticas existencias.

En ese punto, las confesiones cara a cara, con supuesta influencia mágica, dan carnadura a lo más bizarro de la puesta, dejando entrever lo virulento y desagradable de una clase social que hace un culto de la derecha más rancia y dañina, algo que el público festeja, lo que pone en tensión la bajada de línea que ofrece la obra en términos ideológicos.

Por lo demás, la fluida convivencia del acentuado barroquismo a nivel estético con igual tono en términos narrativos, encuentran en la escritura en verso un verdadero hallazgo que se potencia en actuaciones en las que prevalecen el trabajo desde lo morfológico, el acento en el uso de la máscara merced a un elaborado maquillaje y peinados, complementado con vestuario, luces y objetos escénicos, lo que pone a funcionar una gran máquina, pero donde queda en primerísimo primer plano la presencia de cuatro actrices descomunales, cada una con sus grandes momentos, cada una con su oportuno “tarascón” para masticarse la atención del público, apoyadas en un texto bien urdido al que potencian casi con la misma naturalidad con la que fagocitan sandwichitos y masas, toman wisky y campari con naranja, y disimulan los exabruptos levantando el meñique para tomar el té en bellas tazas de porcelana y, tras el atracón, vomitan sus miserias mirando siempre para el costado.

 

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