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Crónica recital

Stanley Clarke, un torbellino mágico y eléctrico

Un poderoso cóctel musical fue el que desplegó el bajista norteamericano junto a un trío de jóvenes talentos en su actuación en Rosario. Lirismo e imaginación virtuosa para discurrir desde el jazz por un amplio universo sonoro.


Aquí y allá, en el recinto siempre majestuoso del teatro El Círculo, había algunos lugares vacíos aunque la mayoría de las plateas estaban ocupadas por un público de edades heterogéneas y sumamente expectante de lo que iría a venir sobre el escenario; un público conformado por muchos músicos locales de jazz y gente diversa y curiosa por ver en qué andaba a esta altura de su vida el inmenso bajista norteamericano Stanley Clarke, quien es portador de una cualidad similar, tal vez –aunque en conceptos musicales diferentes– a la que exhibió Jaco Pastorious en relación con la destreza para explorar el jazz contemporáneo. Stanley Clarke, como Pastorious, produjo un modo de tocar el bajo reconocible entre sus pares, se diría una apropiación singular de navegar el instrumento que lo sitúa en un plano destacado más allá del propio estilo; hay una forma de tocar, sí, pero se trata de una forma que influencia y marca un territorio donde predominan la libertad y la intensidad.

En formación de cuarteto, el insigne bajista de Return To Forever –agrupación señera en la fusión electrónica del jazz que abriría las puertas a la tremenda energía del jazz-rock y que contó con figuras como Chick Corea, Lenny White, Al Di Meola, Airto Moreira, Joe Farrell, entre otros grandes–, de quien puede decirse además que introdujo el bajo eléctrico como ningún otro en el universo del jazz, inició el concierto con una prepotencia instrumental que no abandonaría en toda la noche, preparado como estaba con una escudería capaz de afrontar las aventuras estilísticas más imaginativas.

En efecto, el virtuoso y jovencísimo pianista Beka Gochiashvili, a cargo del piano acústico y teclados; el un “poco mayor” Cameron Graces –que seguramente no alcanza los 40– también en teclados eléctricos y el huracán y malabarista con sus palos, y de igual modo muy joven, Michael Mitchell en la batería fueron quienes tejieron una base sosegada o vertiginosa según lo requiriera el devenir del tema, pero siempre a unas alturas instrumentales difícil de no ver como épicas y hasta insaciables en la búsqueda de posibilidades tímbricas. Estos músicos surgieron de la Stanley Clarke Foundation, una organización que el propio Clarke y su esposa crearon hace una década becando a jóvenes con talento para permitirles desarrollarse, y de donde seguramente el bajista obtiene una inestimable energía para perpetuar su búsqueda musical.

A diferencia de lo que quizás buena parte del público esperaba, Clarke tocaría casi exclusivamente el contrabajo eléctrico y en un solo tema se sirvió del bajo, pero de una forma donde con expresión dominante hace entrar el soul, el rhythm and blues y el funk sin apartarse un ápice de su rol jazzero, comprendiendo cabalmente las diversas fuentes que ofrece la música negra y entusiasmado con el carisma que esos caminos paralelos brindan en su disparidad. Climático e inusual son adjetivaciones que se acercan al espíritu que campeó durante todo el recital, donde las variables del esquema planteado permitieron que Mitchell tuviera un protagonismo gravitatorio luciendo su exuberancia y su polenta para que el sonido de su instrumento resultara demoledor, a la vez que parecía estar de fiesta con una sonrisa juguetona que no lo abandonó y fue el guiño perfecto para los contrapuntos de “floreo” con Clarke –principalmente– pero también con los tecladistas, casi en una domesticación rockera de la batería en una siembra adecuada para que Clarke “abrasara” el tema con su palmoteo funky sobre las cuerdas y el cuerpo del contrabajo.

Instancias memorables

La banda exhibió una base poderosa en una forja por momentos experimental en la que predominó ese cóctel que hace mover las piedras: magia y electricidad en una síntesis levantisca de poderosos punteos. Clarke sostuvo desde su virtuosismo y, contagiado por las emociones rítmicas emanadas desde su entorno, subía la apuesta con la cualidad “metálica” y la técnica de contorsionista con que ejecuta su instrumento, haciendo volar el ritmo por planos impensados, donde se cuelan el jazz y el rock, en fusión, sí, pero al mismo tiempo discurriendo por latitudes extrañas y con entonación experimental. Fueron instancias memorables que seguramente están entre las búsquedas más auspiciosas del jazz contemporáneo, capitaneadas por quien lleva una carrera de 40 años conmoviéndose por las posibilidades siempre provocadoras de su instrumento y por lo que es posible obtener en la versatilidad de las formaciones. Y casi como un ejemplo de esto último, en la mitad del concierto, Clarke hizo pasar a escena a una cantante norteamericana con una buena dicción castellana –que, como explicó, venía de su madre argentina– que interpretó una canción de la cantante Erykah Badu, oscilante entre el soul, el R&B y el hip hop, que la banda acompañó jazzísticamente, con una voz que nada tiene que envidiar a la compositora del tema y que además bailó con graciosa plasticidad. Entre los temas interpretados hubo una marcada esencia rockera que sin embargo resulta difícil confinar en ese redil, pero no es menos cierto que el contrabajo tuvo un rol estelar similar al de la guitarra, cuya graduación de intensidad podía producir tanto una balada como una magistral zapada, donde la improvisación no cejaba de procurar el paroxismo lírico, con la batería como elocuente timonel que desarmó y ensambló los colores sonoros suspendidos en el ritmo fantástico –por lo imaginativo– de la formación.

Flotando quedaría luego de más de dos horas el imponente despliegue sonoro de Stanley Clarke, con sus consecuencias singularmente conmovedoras producidas por el torbellino instigador de su música.

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