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Rosas, la ley de aduanas y el dilema del proteccionismo

Por Fernando Ventura.- En 1835 Juan Manuel de Rosas promulga una ley para proteger industrias y artesanías de las provincias de la Confederación.


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El 18 de diciembre de 1835 Juan Manuel de Rosas en su segundo gobierno promulga la ley de aduanas para proteger las industrias y artesanías de todas las provincias de la Confederación Argentina, fuertemente diezmadas por la competencia de productos manufacturados europeos, especialmente ingleses.

La idea había sido proyectada por el gobernador de Corrientes, Pedro Ferré, ya al formalizarse el Pacto Federal en 1831, pero había sido rechazada por el gobierno de Buenos Aires. Al asumir Rosas su segundo gobierno, a los pocos meses, promulga esta ley que impone aranceles de 5 por ciento para insumos o bienes de capital, del 24 por ciento al 35 por ciento para productos manufacturados que se confeccionaran en el país pero que no pudieran satisfacer totalmente la demanda local; los productos considerados de lujo tenían un gravamen del 50 por ciento, y algunos pocos productos tenían prohibida la entrada para que directamente no pudieran competir con los locales. Las retenciones a la exportación eran generalmente del 4 por ciento, pero algunos productos no tenían retenciones como la leña, carne salada, harina, pieles curtidas si se transportaban por buques nacionales, en cambio si se lo hacía por buques extranjeros tenían un gravamen del 17 por ciento, beneficiando a la incipiente marina de cabotaje. La ley también beneficiaba a producciones locales de Uruguay o Chile.

Esta legislación era inédita para un país independiente naciente, en el siglo XIX, en medio de la expansión colonial de Inglaterra y Francia; además en 1837 se completa con la prohibición de exportación de oro y plata (que la Primera Junta de Mayo de 1810 había permitido a pedido de los importadores porteños e ingleses) para evitar la continua devaluación de la moneda local, medida que Juan B. Alberdi aprecia en sus últimos escritos. Asimismo, se suspenden los pagos o se paga a cuentagotas los intereses del empréstito de Rivadavia, privilegiando la estabilidad del signo monetario y se maneja de forma prudente la emisión monetaria de la Casa de Moneda de la provincia. Contrariamente a lo que habría que esperar con esta batería de medidas proteccionistas, el comercio con Gran Bretaña floreció (a excepción del período del bloqueo anglofrancés).

A pesar del continuo estado de excepción de la Confederación y de los bloqueos de potencias extranjeras, las industrias y talleres locales florecieron, llegando a contarse en 1851 más de 1.000 pequeñas fábricas y talleres artesanales sólo en Buenos Aires.

Cabe aclarar que, como buen estratega político, Rosas mantenía el control del único puerto habilitado para el comercio exterior de la Confederación (Buenos Aires) y de su única aduana, cuya recaudación no federalizaba sino que era usufructuada únicamente por la provincia de Buenos Aires. De esta forma contaba con cuantiosos recursos fiscales para diseñar no sólo la política interna de la Confederación, sino también de todo el cono sur de Sudamérica. La prohibición de la navegación de ríos interiores de la Confederación por barcos extranjeros sin autorización previa y de la existencia de otras aduanas en provincias del litoral eran un complemento indispensable en esta estrategia por la hegemonía sudamericana que Rosas pelearía con Brasil y de la que saldría derrotado en Caseros por la alianza de Urquiza con Pedro II de Brasil.

La trascendencia de esta ley es enorme, teniendo en cuenta que durante casi todo el siglo XIX las potencias imperiales tratan permanentemente de asegurarse mercados, a través de tratados comerciales y políticos desiguales, especialmente en relación con la imposición de aranceles por parte de países centrales a los países periféricos; el caso más flagrante es el vergonzoso tratado de Nankín (1842) impuesto por Gran Bretaña al decadente Imperio Chino.

Al mismo tiempo, la teoría económica se comenzaba a bifurcar; por un lado se afianzaba el liberalismo económico con los “principios de economía política y tributación” de David Ricardo y su oposición a las leyes de granos inglesas; pero también comenzaban a tomar cuerpo las ideas proteccionistas prácticas de Alexander Hamilton que había sintetizado en su “Informe sobre manufacturas” de 1791, y que Friedrich List en su obra “el sistema nacional de economía política” de 1841 formalizara más sofisticadamente. Precisamente ya para 1840 el arancel promedio para importaciones de Estados Unidos alcanzaba el 40 por ciento y este sistema proteccionista y fuertemente volcado al desarrollo industrial se afianzaría luego de la guerra de secesión americana.

Cabe destacar que para estos economistas no bastaba para el desarrollo industrial la imposición de altos aranceles, también eran de vital importancia el financiamiento de las actividades productivas a través de bancos públicos y el rápido desarrollo de sistemas ferroviarios y de canales de navegación para abaratar la distribución de mercancías en el mercado interno y poder exportarlas de forma competitiva.

Habría que analizar más detenidamente si la ley de aduanas de Rosas fue un mero instrumento político para aplacar el descontento de los gobernadores de la Confederación y mantener bajo su control la crucial aduana porteña, o bien si fue el puntapié para un cambio de política económica más profundo. Queda claro que la Argentina no contaba con materias primas cruciales para un desarrollo industrial acelerado como carbón y hierro cerca de los grandes centros de consumo; pero bien podría haber tenido con el tiempo un desarrollo industrial tecnológicamente más avanzado y menos dependiente del capital extranjero, que caracterizaron a los países industriales tardíos del siglo XIX como Italia, Alemania, Japón o Suecia. La Argentina luego de la batalla de Caseros prefirió insertarse dentro de la denominada “división internacional del trabajo” como un eslabón más del imperio británico, como proveedor de materias primas agrícolas con un bajo grado de valor agregado; para implementar una nueva política de Estado industrializadora habría que esperar casi noventa años.

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