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Resurrección de la vieja arroba por la nueva red

Internet llegó para cambiar nuestros hábitos de información y comunicación, y parece haber sido un invento militar de la llamada Guerra Fría. Sin embargo, su nacimiento y puesta en funciones fueron consecuencia de investigaciones civiles más emparentadas con psicólogos que con ingenieros o físicos.


Para muchos, internet, esta red mundial que ha llegado para cambiar nuestros hábitos de información y comunicación, parece haber sido un invento militar de la llamada Guerra Fría, allá por la mitad del siglo pasado. Sin embargo, su nacimiento y puesta en funciones fueron consecuencia de investigaciones civiles más emparentadas con psicólogos que con ingenieros o físicos.

Cuando los rusos pusieron en órbita el primer satélite artificial, el Sputnik, el gobierno norteamericano y sus funcionarios temblaron al caer en la cuenta de que estaban perdiendo la carrera por el dominio del espacio exterior y rápidamente pusieron manos a la obra. Entonces, crearon un organismo de investigación, el Arpa, para encarar los estudios sobre cohetería y naves espaciales del cual se desprendería, poco después, la Nasa.

Integraban el staff del Arpa científicos de primer nivel de todas las disciplinas, entre los cuales se contaban algunos defensores acérrimos de la recién nacida informática. Uno de ellos, el psicólogo James Licklinder, promovía el uso de las enormes computadoras, esas que entonces ocupaban grandes habitaciones y que exigían un alto desarrollo intelectual para su operación. Gracias al impulso de este investigador, se lograron varios millones de dólares de fondos para todos los proyectos que se alumbrarían en el Arpa.

Y también fue otro psicólogo, Bob Taylor, el autor de la idea de conectar las computadoras disponibles entonces en el primer esbozo de red que se conoce. La tarea no fue fácil, porque los aparatos usaban distintos programas y tecnologías. Pero, con grandes esfuerzos, en 1969 se logró hacer trabajar conjuntamente a las computadoras de cuatro universidades norteamericanas: Stanford, Santa Bárbara, Los Ángeles y Utah. Había nacido Arpanet, que derivaría, cambiando varias veces de nombre, en la actual internet. El primer mensaje no tuvo la poesía de aquel de Mary y su corderito que haría famoso a Thomas Alva Edison ni la universalidad de las palabras de Neil Armstrong al pisar terreno lunar. Esta vez, fue sólo la palabra “Login” la que circuló por los cuatro aparatos aunque, en la primera emisión, se pudo llegar sólo hasta la “g”, después de la cual, la computadora que enviaba el mensaje se colgó.

El nuevo cartero

Aun con estas dificultades, la red incipiente estaba instalada y faltaría muy poco para que diera a luz su retoño más sofisticado, el correo electrónico que empezaría a desplazar, lenta pero seguramente, a las cartas de papel.

El primer e-mail que se mandó a una mayor distancia estuvo a cargo de un investigador que había olvidado su afeitadora eléctrica en Londres en el transcurso de un congreso.

Al regresar a su casa, tuvo la brillante idea de reclamarla por medio de la computadora de su laboratorio y el éxito de la gestión hizo que un colega, Ray Tomlinson, iniciara la organización más ajustada del correo electrónico. Eligió, para las direcciones, un símbolo casi en desuso: el de @, conocido como la “a” comercial inglesa. La arroba regresaba así del pasado para hacerse un espacio en el universo comunicacional.

Vieja y remozada @

Vino nuevo en odres viejas, la arroba tiene más de cinco siglos de existencia: fue descubierta en algunos escritos de navegantes venecianos que comerciaban con el Medio Oriente y era usada para indicar una medida de volumen y peso. Los navegantes ingleses la transformaron, luego, en un símbolo que refería el precio de las mercaderías.

Los italianos la llaman caracol por su forma, mientras que los angloparlantes le adjudican el significado de “en” (at) para señalar el lugar del espacio en el que el remitente está ubicado.

Del mar a los circuitos

Los navegantes virtuales recuperamos, al recorrer el espacio de la red, el sentido de desafío que despertó en los antiguos capitanes de barcos, surcar otros mares más reales, mucho más peligrosos pero, casi seguro, con mayor dosis de aventura y romanticismo.

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