Espectáculos

Perdidos y frustrados en sus propios laberintos

En “Salón, el fracaso de una idea”, Juan Hessel apela una vez más a su inagotable desmesura dramática. La obra se puede ver los sábados y domingos en CET.


“Salón, el fracaso de una idea”

Dramaturgia y dirección: Juan Hessel. Actúan: Silvia Ferrari, Francisco Fissolo, Maite Lanuza, Luis Cuello, María Romano, Federico Cuello, Jesica Biancotto. Luces: Juan Carlos Rizza. Sala: CET, San Juan 842, sábados a las 22, domingos a las 21.

Despojos de un pasado aún latente se hacen presentes en medio de una noche funesta en la que aquello que se intentará recomponer se volverá una proeza imposible. Un mar de sangre ha quedado del otro lado de los muros de un salón, un lugar de tertulias felices de otros tiempos, una cocina de ideas malogradas, un espacio casi vacío lleno de unos personajes vacíos, fantasmas temerosos, un hueco, la nada.

Una serie de temas convive en la última y maravillosa obra teatral del director, dramaturgo y docente local Juan Hessel, Salón, el fracaso de una idea, un espectáculo conclusivo, marcado por cuestiones ligadas con la historia argentina a las que roza de manera magistral para volverlas sustento dramático, del mismo modo que cuestiona las contradicciones de la fe y del poder (temáticas presentes en algunos de sus trabajos anteriores con los que éste entabla un diálogo no desde lo temático sino desde lo estético), y deja en claro que, irremediablemente, “nos convertimos en lo mismo que odiamos”.

“A veces, la percepción aguda de la realidad te enloquece”, se escuchará como disparador de una especie de delirio paranoico, con un afuera amenazante por un supuesto mal que acecha, con lo que el director busca demostrar que nada ha cambiado tanto en el último siglo y medio en la Argentina. La acción transcurre a mediados del siglo XIX, cuando el país comienza su construcción como Estado constitucional. No es cualquier tiempo: vendrán décadas en las que un Estado liberal se verá consolidado, y donde se dibujan los trazos gruesos de un nuevo destino de país que, aún hoy, pareciera resistir el cambio de rumbo.

Aunque no se lo nombra (se intuye), el caudillo al que se alude es Rosas, y el salón, una casa de tertulias que reúne a un “círculo selecto” en el que cada personaje detenta (representa) un estamento del poder diferente. Doña Agostina Núñez (vibrante trabajo de la siempre contundente Silvia Ferrari, quien encabeza un elenco de actores maravillosos y a su altura) verá cómo lo arbitrario, lo inasible, lo desbaratado, se apodera de ella y de su ámbito de pertenencia, mientras un supuesto malón está a punto de ingresar para llevarse a alguien, y una extraña enfermedad traída de África (evocación a la epidemia de Fiebre Amarilla en Buenos Aires) complica aún más las cosas. En el recorrido, el terrateniente Ernesto Williams (Francisco Fissolo) padecerá las incongruencias de Mercedes (Maite Lanuza), su esposa, una mujer con los sentidos algo perturbados, en el mismo espacio en el que un militar (Luis Cuello) verá decaer su poder y una niña rica (María Romano) oficiará de narradora aturdida en la fe, frente a las “dudas” del cura Estanislao Suárez (Federico Cuello) y la inestabilidad esquiva de Pilar (Jesica Biancotto), la hija de la señora, que será quien traiga de afuera la “enfermedad” y el “contagio”. La singular lista de militares y civiles, hombres de ley y de fe, y mujeres perdidas en sus propios laberintos, será testigo de que confiar en los sueños puede volverse una trampa.

Dueño de una poética que, por encima de todo, tiene como dato fundante el trabajo minucioso con los actores y el piso de un registro unívoco de actuación que no admite comparaciones ni deja huellas del muchas veces insoslayable proceso creativo, Hessel vuelve a demostrar que no necesita nada más que unas pocas ideas a desarrollar, siempre muy interesantes y claras ideológicamente, y actores dispuestos a entender y transitar su poética, marcada por el lirismo que encuentra en la violencia, lo que lo lleva a poner a punto su maravillosa desmesura estilística, a lo que suma las particularidades de un texto a través del cual cada palabra dialoga con un todo (lenguaje poético), y cada gesto que ese texto provoca en el actor admite una lectura en la totalidad de la propuesta y en los singularísimos vínculos que el autor-director establece entre sus personajes.

La malignidad que se lleva en la sangre, la atrocidad de un pequeño mundo que, a puertas cerradas, se diluye con la misma intensidad con la que acontecen los hechos, encuentran esta vez en las elocuentes luces de Juan Carlos Rizza otro territorio para el sustento dramático. Rizza, colaborador habitual de Hessel, trabaja por planos y con campos de sombra, a diferencia de la luz fría de trabajos anteriores, aportando en este caso la hondura que requieren los conflictos planteados.

Con un velado homenaje a La Cautiva, poema épico fundante de Esteban Echeverría publicado en 1837, considerada la primera gran obra de la literatura nacional, Hessel trasciende lo histórico para ironizar acerca de lo que fue y lo que no fue, porque en Salón es tan importante lo que se nombra como lo que no se nombra o aparece.

Pero, sin duda, uno de los puntos más interesantes y valiosos de este nuevo trabajo del también autor y director de Almas fatales, Territorio falso, Mal de ojo o Guerra fría, lejos de todo, está en el interrogante que plantea: ¿Qué fracasa cuando fracasa una idea? ¿Qué se pone en juego? ¿Qué se arriesga y hasta dónde? Seguramente, lo que fracase tendrá que ver con un cambio, con un nuevo punto de partida, con lo incierto y al mismo tiempo desafiante que estará por venir. También, con “los profundos laberintos de la fe” y con “algo que se corrompe”, con la crueldad que desata la naturaleza humana, con la salvedad de aquellos que, en todo caso, estarán del lado de “las ideas más nobles”, más allá de que, inevitablemente, muchos de ellos terminen siendo, apenas, tristes fantasmas rebotando contra las paredes.

 

 

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