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Historias de acá

Maldito promedio: el miedo a perder la categoría

Los diarios del lunes son una pesadilla y la matemática es una ciencia del horror: saco las cuentas y nunca dan.


Alguien oye misa en domingo, cerca, un piso  más abajo. En la acera de enfrente pasa un matrimonio a bordo de su auto bordó y propala entre las hojas de los plátanos música de Frank Sinatra. Algunos entusiastas, caña al hombro en sus bicicletas, silban ante el temprano sol de las diez y se ilusionan. Despreocupación. Aventura. Sanidad sacra y mansedumbre del domingo. ¿Como pueden pescar ante la evidencia que siento por la inminente caída de una bomba nuclear? Solo con mi alma, insomne y expectante vago por la casa de manera inexorable. Pienso en otros como yo, ¿los habrá?

Diseminados en las horas pujantes del ocio, canjean la quietud, el desprejuicio por la preocupación, el anhelo de laureles y la probable caída de una taba culera sobre el paño verde de la buena suerte por la vocación de mártir. En todo este tiempo he asistido a cumpleaños donde he disimulado que pensaba más en el acontecimiento que estaba por suceder que en el homenajeado; a velorios donde ocurría lo mismo hasta olvidarme de los deudos y del nombre del fallecido, y en sitios donde se festejaba, se descorchaba o se palpaba la felicidad y en donde yo tenía que disimular ante la cercanía del conflicto en ciernes, de la tormenta que estaba por caer sobre mi. ¿Cuánto duró aquello? ¿Cuánto pude fingir mi desprecio hacia todo lo posible y afortunado de una vida de hechos simples? No lo sé: me fueron dejando solo, apartando: mi ficción no era un buen disfraz y constituyó el final de una herejía.

Abandoné parientes, amigos, familia y por ende, la manada. Nadie, nadie en el mundo comprendió mi dolor y mi ansia de vivir. Al revés, pero vida al fin. Querían, pretendían que riera con ellos, que levantara las copas del mismo vino, que me ungiera de despreocupación y de paseo. Ignoraban mi preludio de guerra, mi pena por el futuro, mi fatalismo a ultranza. Me transformé en un monstruo naval con la proa dirigida hacia latitudes de pánico. Me apartaron, vilipendiaron, mancillaron, olvidaron.

Vivo en la parodia de una omnipresencia divina que ruego interceda para evitar mi drama. Me he vuelto supersticioso, cada detalle es una señal, cada voz una advertencia. Anhelante he deambulado por corredores de médicos con mi hipocondría, he consultado a brujas, estoy medicado, psiquiatrizado, terapeutizado,  aterrado.

Dejé de trabajar, he gastado los magros ahorros en todo este infortunio que ya sobrellevo con la sola compañía de la soledad. Un apestado, un fósil de risas vencidas, un fantasma inerte, un adiós. Leo novela negra, poesía trágica y oigo a Zitarrosa todo el día para alegrarme un poco. Los diarios del lunes son una pesadilla y la matemática es una ciencia del horror: saco las cuentas y nunca dan, sumo y nunca alcanza: es la economía  del estremecimiento. Vivo en la trinchera y ya a nadie tengo: mi novia se ha ido a lo de su mamá, harta de esta tragedia cotidiana. He espantado hasta el perro. Nadie, nadie sabe medir mi miedo al vacío. He pensado en una cura de sueño, donde me adormezcan hasta fin de junio del 2017, cuando ya haya terminado todo este interludio negro, pero no puedo. Siento que debo estar de pie, con lo que me queda  para asistir a esta escena de caza mayor donde uno mismo es la pieza a cobrar. Creen que estoy enfermo, que tengo algo terminal, que mis días están contados, que moriré. Todo esto es posible, además. Nadie o muy pocos saben lo que vivir con esta incertidumbre. Arriba brilla el sol, en lo alto vuelan las palomas, las nubes, gordas, blancas de salud navegan en la altura, los aviones rozan la estratósfera.

Es domingo. Arriba brilla el sol. Yo estoy tirado aquí abajo leyendo la tabla de posiciones de mi equipo. Y el promedio del descenso.

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