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Sociedad

Los matices de una generación

Desde 1880 se estabiliza en Argentina una oligarquía político-cultural-económica que habrá de conducir los destinos del país por las próximas décadas. Tuvo en el presidente Carlos Pellegrini el exponente más influyente de la década.


La llamada Generación de 1880 fue la culminación de un proceso complejo que hunde sus raíces hasta la Batalla de Caseros de 1852, que supuso un viraje completo en el rumbo de la política internacional asumida por el país y, consecuentemente, también un cambio en el modelo de sociedad a estructurar. Tal proceso, profundizado luego de la Batalla de Pavón de 1861, con el aniquilamiento de todo tipo de resistencia que insinuara un federalismo real o partiera de una visión americanista superadora de la cortedad de miras localista, exhibió entre sus más entusiastas ejecutores a Bartolomé Mitre y Domingo Faustino Sarmiento.

En rigor, lo que se estabiliza a partir de 1880 es una oligarquía político-cultural-económica que habrá de conducir los destinos del país por las próximas décadas, aunque con las salvedades, matices y hasta ambigüedades propias de un fenómeno que, como se expresó, resultaba complejo desde diversos aspectos.

El término que quizás mejor caracterice a aquella generación sea el de “oligarquía”, pero con alguna aclaración para entender su real sentido al menos en lo que a la Argentina de aquellos años refiere. Para Aristóteles era una forma impura de gobierno toda vez que mientras una aristocracia, entendida como el gobierno de los mejores supone una clase que gobierna en defensa del bien común, una oligarquía en cambio lo hace gobernando para sus propios intereses. La oligarquía privilegia la facción por sobre el conjunto social.

Pudiendo ser una aristocracia y genuina dirigencia, prefiere quedarse en un ombliguismo que no trasciende la visión de un círculo privilegiado.

En ese sentido, José María Rosa sostiene, en referencia concreta a la oligarquía argentina que “era una clase y no una casta. Abierta a quienes compartieran la convicción de ser todo el país, no excluía a nadie por razón de nacimiento o posición económica” y agrega, en referencia a las disputas políticas de entonces, que apenas referían a matices sin perturbar las esencias del modelo adoptado, que “en el recato del club del Progreso o en los consejos de notables periódicamente reunidos, alsinistas y mitristas arreglaban el país en junta fraternal porque las discordancias políticas no llegaban al rencor en una sociedad de caballeros. Lo esencial era tener una conciencia de clase (sustituir la clase al país), que lo demás no pasaba de asperezas “tolerables.”

El Gringo, fundador del Jockey

En ese contexto aparece un personaje: Carlos Pellegrini, a quien no se le hace justicia cuando se lo reconoce, como si hubiera sido lo único destacable entre sus antecedentes, como fundador del Jockey Club de Buenos Aires. Ciertamente lo fue, posiblemente no tanto por sentirse un estanciero o hacendado, aunque seguramente entre sus amistades habría personalidades dedicadas a tal actividad, sino acaso más por su afición a los caballos, en general, y al turf, en particular. De ahí, precisamente, el nombre del club por él fundado, Jockey Club, nacido para nuclear a los amantes de las carreras de caballos y no tanto por su vinculación con la cría de ganado vacuno, pese a que posteriormente ambos rubros se mimetizaran hasta confundirse.

Una de las personas que quizás con más rigor se detuvo a analizar el pensamiento estratégico de Pellegrini fue el ex presidente de la Nación Arturo Frondizi quien en ocasión de una conferencia en 1984 dada, a la sazón, en el distinguido club porteño, rescató la mirada de su predecesor respecto del sistema económico a adoptar por la Argentina.

Según palabras de Frondizi, entre “las tantas simplificaciones que se divulgan entre nosotros, sobre la base del falseamiento de la verdad histórica, está la de la consideración de la generación del ochenta como un todo homogéneo. Esto no fue así.
Si bien todos aquellos hombres compartían la devoción por el progreso y concebían a la Argentina del futuro como un país rico y poderoso, había profundas discrepancias respecto de cómo alcanzar estos objetivos. Un grupo, en el que sobresalió Pellegrini, planteaba la necesidad de una Argentina industrial, no limitada a la producción agropecuaria ni dependiente de los favores del clima y del mercado internacional. Otro, el que prevaleció en los hechos, entendía que el país debía ceñirse a su condición agroexportadora, ya que no valía la pena recorrer los arduos caminos de la industrialización.”

En efecto, Pellegrini sería para este país lo que un lúcido Ulises Grant fue a los Estados Unidos, esto es, un estadista con plena conciencia de la mecánica real del poder mundial.

Es sabido que el mandatario norteamericano, en gira por Inglaterra y en el marco de un banquete ofrecido por industriales de ese país dijo: “Ustedes nos piden que abramos nuestro comercio. Por supuesto que lo haremos: dentro de unos 100 años, cuando hayamos consolidado, como ustedes. lo hicieron, nuestro mercado interno”.

La Revolución radical de 1890, aunque sofocada, derivó en la renuncia del presidente Miguel Juárez Celman, concuñado de Julio Roca, dando por tierra con el régimen del unicato y postergando las aspiraciones reeleccionistas del “zorro”. Pellegrini, hasta entonces vicepresidente, asumió constitucionalmente para concluir el período de Juárez Celman. En sólo dos años pacificó al país y encauzó la grave crisis financiera. Su destreza la valió el atributo de Piloto de Tormentas. Una vez en el ejercicio del poder, atinó a fundar y dotar de fondos suficientes el Banco de la Nación Argentina, entidad crediticia que se convertiría en emblema del desarrollo nacional.

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