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Sociedad

Sarlo: “Fue el último que responde al modelo de viaje del Che”

Debate. La escritora y filósofa presentó su libro "Viajes. De la Amazonia a las Malvinas" en la librería Homo Sapiens. Beatriz Sarlo repasó su periplo por América latina en sus años de juventud, “apartado del turismo programado”.


Filósofa, ensayista, pensadora y docente, Beatriz Sarlo presentó ayer su nuevo libro Viajes. De la Amazonia a las Malvinas, en la librería Homo Sapiens, junto al escritor local y amigo de la escritora, Alberto Giordano. En Viajes, Sarlo analiza de la situación política y social, los personajes de la escena política o los proyectos de gobierno, y nos ofrece un relato de sus crónicas de viajes de juventud, internándose en las entrañas de Latinoamérica en una época de gestación revolucionaria. Esos viajes de juventud de los ‘60 y ‘70 son rescatados del olvido y tienen su correlato con un posterior viaje que la escritora realizó en función periodística a las islas Malvinas, en momentos del referéndum de 2012.

—¿Escribir las crónicas de viajes surge como una necesidad?

—Fueron dos casualidades las que produjeron el libro. Una fue hace como diez años, cuando una de las personas que integraba ese grupo de gente muy joven que viajaba por toda América latina, empezó a mandarme desde Chile una serie de fotografías digitalizadas. Las fotos me extrañaron y por supuesto que recordaba dónde habían sido tomadas, en la Amazonia peruana, en Brasilia, en una mina boliviana, en la puna jujeña, pero las dejé de lado. Y hace tres años, durante una travesía que hice con una amiga en el Famatina, yo le comenté una excursión que había hecho años antes, por la selva de la Amazonia peruana que es la selva verdadera, un lugar como si fuera gelatinoso y en perpetua palpitación, y le conté que allí habíamos encontrado una aldea de pueblos originarios donde nos quedamos una semana con ellos, sin hablar la lengua de ellos ni ellos el español. Cuando le describo esa situación a mi amiga, ella me dice que recién terminaba de leer un libro de antropología y que pensaba que se trataba de una etnia jíbara. Entonces dije, qué suerte que no lo supimos, porque la palabra jíbara, por ignorancia, nos despierta una serie de ecos, como las cabezas reducidas en tiempos de guerras. Al comprobar que efectivamente se trataba de una etnia que está pegada en el mapa a la zona donde nosotros estuvimos, ahí se dispara el libro, ahí si yo me doy cuenta de que tengo un material que había que reconocer y revisitar. Y entonces comienzo más o menos sistemáticamente a recordar cada uno de esos viajes. Primero por un viaje a Brasilia que hicimos por tierra y por agua, donde hicimos dedo por el Alto Paraná y nos llevaron como seis días en una balsa, y después seguimos por tierra hasta Brasilia, cuando ésta era una ciudad nueva, casi recién inaugurada, o sea que lo que nosotros vimos ya no existe, hoy es una ciudad de millones de habitantes.

—¿Podemos decir que en ese momento ir a Brasilia era llegar a una ciudad sin historia?

—Claro. La historia era la vanguardia del futuro. Nosotros queríamos ir a Brasilia porque sabíamos que en el mundo había dos ciudades nuevas, una estaba en la India, y la otra en Brasil. Fuimos a la que teníamos más cerca. Para nosotros, la figura de Oscar Neimeyer era la de un héroe cultural, alguien que había hecho imágenes que hoy se reconocen como las de Brasilia, entre otras la catedral, el Ministerio de Relaciones Exteriores, entre otros.

—Usted declaró que al momento de escribir estas crónicas se encontró con que ya no existían los cuadernos de viaje. ¿Cómo fue posible rearmar los datos de esos viajes de juventud?

—Así fue, yo no guardo nada, tampoco eran muy valiosas aunque me hubiesen permitido precisar las fechas, porque fueron diez viajes en total y tres a Bolivia Esos cuadernos me hubiesen permitido recordar los nombres de algunos pueblos muy chiquitos, pero no tenían nada de valor, no eran la típica libreta de viajero que va recepcionando, primero porque era muy joven, en realidad sabía muy poco, lo único que pensaba era que América latina era el futuro, la revolución, etc. En realidad yo conservo muy pocas cosas de mi pasado, y gracias a este amigo es que hoy tengo las fotos, las que se pueden ver en la página de la Editorial Planeta.

—Son crónicas de varios viajes realizados con mochila y borceguíes, por distintos lugares de la América Mágica, y aparecen como antecedente los viajes familiares a la provincia de Córdoba, en todos ellos usted habla del “salto de programa”, del shock que produce encontrar lo que no se busca. ¿Estamos hablando de los “imprevistos”?

—En efecto, yo creo que las casualidades no son tan casuales sino que cuando convergen en un momento del tiempo son líneas, escenarios o personajes que habitualmente no se cruzan y no son totalmente casuales, sino que estaban allí, y así como uno tiro un cubilete de dados, por alguna configuración, convergen. Y lo que convergía en los viajes familiares a la zona límite de Córdoba, casi ya Santiago del Estero. Allí había una convergencia de inmigrantes, que fueron los primeros viajes a través de otros. En ese lugar encontrabas un quintero piamontés, un húngaro que cuidaba nuestra casa y había peleado en la primera guerra mundial, andaba a caballo como un lancero de la contienda, y además tenía el tipo que los argentinos atribuimos a los europeos orientales. Esa gente me enseñó lo que yo sé de materialidad en el campo, y eso está de algún modo en el libro, que es que nosotros no somos sólo producto de los viajes que hacemos, sino que somos producto de los viajes que otros hicieron por nosotros. En un país inmigratorio todos somos producto de un desplazamiento, algo que se puede decir de otros países latinoamericanos que son producto de fuertes núcleos de pueblos originarios. Y los argentinos fuimos primero hijos de inmigrantes europeos o de Asia Menor, y después de inmigrantes paraguayos, bolivianos y de otros países de Latinoamérica, eso somos, por lo tanto somos producidos por los viajes de otros.

 

—Usted analiza los saltos de programa que se presentan en los viajes y toma un último viaje, casi como un sistema con los viajes de juventud, que es ir a las islas Malvinas en 2012, después de haber sido opositora a la invasión que se produjo al final de la dictadura. ¿Fue otro salto de programa?

—Yo le pedí al editor del diario La Nación en el que colaboraba que me mandara a cubrir el referéndum de las islas Malvinas, y al día siguiente estaba saliendo para allá, sin planificar nada. En lugar de alojarme en el hotel de los periodistas quise ir a una casa de familia porque tenía la fantasía de relacionarme con chicos o adolescentes, y en el intercambio afiebrado de mail de dos noches supe que esa casa donde iba era el camino porque podía ver la vida cotidiana de una familia de las islas y tenían dos hijas. Cuando llegué, las chicas no fueron el puente de comunicación, porque si bien la gente de Stanley y los papás de la familia fueron amables, quienes mostraron el trauma de la guerra fueron las chicas, ellas que habían nacido cuando se produjo la guerra, y no hubo manera de comenzar una conversación que incluyera la palabra “Buenos Aires”, incluso yo había llevado un disco de Luis Alberto Spinetta, (“Puentes Amarillos”, el tributo doble de canciones que editó Pedro Aznar), y el CD quedó en mi mochila porque sentí que si yo lo sacaba iba a generar una situación de tensión porque el drama de la guerra estaba allí.

—Entre aquellos viajes de juventud y el de Malvinas pasaron muchos años. ¿Cuántos otros viajes dejó de lado para este libro?

—Es que yo no quería hacer un libro piola o inteligente sobre viajes cosmopolitas, quería hacer un libro donde me mostrara en mi debilidad o en mi ignorancia, con pocos elementos intelectuales como fueron todos los viajes de juventud, donde también teníamos ilusiones y deseos, ese es el grupo de juventud que yo quería mostrar. En el caso del viaje a Malvinas, debo decir que el dato es que mostraba el que fue el gran problema de mi vida, que fue la invasión de 1982 y las discusiones que vinieron después. Cuando yo hablo de los saltos de programa hay ejemplos de cosas que me sucedieron en otras ciudades y tiempos, pero no quería hacer un libro de escritor inteligente que dice cosas inteligentes sobre todas las cosas del mundo.

 

En aquel momento de los ’60 y ’70 ustedes estaban observando una realidad que muchas veces no llegaban a entender, según declara, y no es para olvidar que eran tiempos de aires revolucionarios.

—Sin duda nos pasaba eso porque no estaban todos los libros, teníamos pocas lecturas y tampoco teníamos tanto. Yo había leído el libro de Jorge Abelardo Ramos, pero no estada todavía “Las venas abiertas de América Latina” (Eduardo Galeano), y uno de los lugares que visitamos en el Amazonia era muy cerca de donde transcurre “La casa verde” de Mario Vargas Llosa.

—Cuando se leen las crónicas viajeras de la “América Mágica” uno no puede dejar de asociarlas con el viaje de juventud que emprendió el Che Guevara con su amigo Alberto Granado.

—En efecto, pero ese viaje era desconocido en ese momento, sólo sabían de él el círculo íntimo de ellos. Nuestro viaje por América latina fue el último que responde a ese modelo que tiene el viaje del Che, el impulso y la ilusión latinoamericanista llegó hasta nosotros.

—¿Desea regresar hoy a esos lugares?

—Tengo ganas de volver a Brasilia, tengo ganas de verla con gente, con historia, porque nosotros vimos una maqueta de esa ciudad. Por suerte me invitaron y voy a ir.

—Volviendo el último capítulo del libro que es “Una extranjera en las Islas”, usted reproduce un volante o documento de 1982, en el final de la dictadura, “Paz inmediata y liberación, única victoria del pueblo”, donde se manifestaban en contra de la invasión a Malvinas. ¿Cómo vivió en aquel momento esa posición?

—Fue una pesadilla, fue la única vez durante la dictadura que sentimos que no formábamos parte del país, los años de la dictadura uno sentía que formaba parte de un país reprimido, asesinado, pero que ese país persistía, estaba en alguna parte. De algún modo sentíamos que formábamos parte de algo que estaba reprimido, pero que va a volver. En el momento de la invasión a Malvinas, cuando se llenó la Plaza de Mayo, sentimos los pocos que firmamos ese documento, que éramos diez personas, sentíamos que ya no pertenecíamos a la Argentina, un sentimiento de orfandad y de desposesión muy fuerte, es decir, “no tengo país”. Fue verdaderamente una pesadilla porque éramos muy pocos.

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