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Esto que nos ocurre

Esa genialidad atormentada y fatal

Ayer se cumplieron 80 años del nacimiento de la notable poeta surrealista argentina Alejandra Pizarnik.


“Quisiera hablar de la vida./ Pues esto es la vida,/ este aullido, este clavarse las uñas/ en el pecho, este arrancarse/ la cabellera a puñados, este escupirse/ a los propios ojos, sólo por decir,/ sólo por ver si se puede decir:/ ¿es que yo soy? ¿verdad que sí?/ ¿no es verdad que yo existo/ y no soy la pesadilla de una bestia?”. Este breve fragmento del poema titulado “Mucho más allá” pudo haber sido tal vez una buena carta de presentación de Alejandra Pizarnik, la notable poeta surrealista argentina, quien ayer hubiera cumplido 80 años.

Pero no. Ni ese fragmento de poema fue su carta de presentación ni hubo festejos de cumpleaños ayer, ya que ella, que pertenecía a esa raza de poetas que vive y escribe en los límites de la vida, la razón y el lenguaje, puso fin a su atormentada existencia cuando sólo tenía 36 años.

Antes, en otro de sus poemas, “Árbol de Diana”, había escrito: “Una mirada desde la alcantarilla puede ser una visión del mundo. La rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos”.

En su libro Alejandra Pizarnik: Evolución de un lenguaje poético, Susana Haydu señala: “La poesía era para ella «un destino, no una carrera». Es la misma idea de Octavio Paz y otros surrealistas, cuando afirma en Las Peras del Olmo: «El arte no es un espejo en el que nos contemplamos, sino un destino en el que nos realizamos»”.

“Pocos seres he conocido tan plenos de fatalidad poética”, dijo de ella el poeta y pintor porteño Enrique Molina.

Pizarnik quería, como quiso Alfonsina Storni y también Victoria Ocampo, romper con esa tradición femenina de facilidad y sentimentalismo, donde los atributos de la mujer y de su poesía debían sólo participar de la ternura y de la abnegación, de la castidad y de la dulzura. Así, se unió a la tradición de Alfonsina y de la chilena Gabriela Mistral cuando se animó a presentarse como un “yo” violento, no convencional, extraño.

Había nacido como Flora Pizarnik el miércoles 29 de abril de 1936 en la ciudad de Buenos Aires. Era la segunda hija de Elías Pizarnik y Rejzla Bromiker, dos inmigrantes judíos rusos propietarios de una joyería.

Flora y su hermana mayor, Myriam, crecieron en Avellaneda. Desde el vamos, las cosas no fueron fáciles para la futura poeta. La chica era tartamuda y hablaba un español con fuerte acento europeo.

Para colmo, la acomplejaba un severo acné y luchaba contra una marcada tendencia a la obesidad… un combo explosivo para una joven que fue minando su autoestima.

“Mi infancia sólo comprende/ al viento feroz/ que me aventó al frío”, escribiría más tarde en un poema de su libro Las aventuras perdidas.

En esa misma obra vuelve a referirse a su infancia en “El Despertar” cuando escribe: “Recuerdo mi niñez/ cuando yo era una anciana./ Las flores morían en mis manos/ porque la danza salvaje/ de la alegría/ les destruía el corazón./ Recuerdo las negras mañanas de sol/ cuando era niña/ es decir ayer/ es decir hace siglos”.

Es que su cuerpo la hacía terriblemente infeliz y la continua comparación con su hermana mayor, más agraciada, la obsesionaba.

Esto la llevó a caer tempranamente en el consumo de anfetaminas, de las que terminó siendo adicta. Y como resultado de ello padeció un fuerte trastorno de personalidad.

En 1954 Pizarnik ingresó en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, y un año después publicó su primer libro de poesías, La tierra más ajena, aunque más tarde lo rechazará y preferirá olvidarlo. Gran lectora, en la UBA estudió sucesivamente literatura, periodismo y filosofía, pero no terminó ninguna de esas carreras.

En 1960 viajó a Francia y vivió en París hasta 1964, estudiando literatura francesa en La Sorbona, trabajando para la revista Les Lettres Nouvelles y realizando traducciones de autores surrealistas como Antonin Artaud, Henri Michaux, Aimé Cesairé e Yves Bonnefoy.

Entre los amigos que cosechó en la capital francesa se destacaron Julio Cortázar y su esposa Aurora Bernárdez, Rosa Chacel y Octavio Paz.

En 1965 Pizarnik regresó a Buenos y en 1968 obtuvo la beca Guggenheim, lo que le permitió viajar a Nueva York y otra vez a París. En 1971 ganó la beca Fulbright.

Sin embargo, entre 1970 y 1972 se sumergió en un profundo estado de depresión, que la llevó a intentar suicidarse en reiteradas oportunidades, hasta que finalmente fue internada en el hospital psiquiátrico Pirovano.

El lunes 25 de septiembre de 1972, a los 36 años, Alejandra Pizarnik se quitó la vida en su casa, ingiriendo medio centenar de pastillas de Seconal durante un fin de semana en el que había salido con permiso del hospital Pirovano.

Fue su cita final con la muerte, esa que había aparecido siempre en su poesía y cada vez más en sus diarios, sus cartas, su vida.

“No te quiero así, yo te quiero viva, burra”, le había escrito su amigo Julio Florencio Cortázar. El autor de Rayuela conservó siempre todos los escritos de Pizarnik. Su amistad fue cada vez más intensa y más íntima.

En unos de los libros de la biblioteca de Cortázar apareció esta nota escrita por Alejandra: “Julio, fui tan abajo. Pero no hay fondo. Julio, creo que no tolero más las perras palabras. La locura, la muerte. Nadja no escribe. Don Quijote, tampoco. Julio, odio a Artaud (mentira) porque no quisiera entender tan sospechosamente bien sus posibilidades de la imposibilidad. Me excedí, supongo. Y he perdido, viejo amigo de tu vieja Alejandra que tiene miedo de todo salvo (ahora, ¡Oh, Julio!) de la locura y de la muerte. (Hace dos meses que estoy en el hospital. Excesos y luego intento de suicidio –que fracasó–, hélas). P.D. En el hospital aprendo a convivir con los últimos desechos. Mi mejor amiga es una sirvienta de 18 años que mató a su hijo”.

Solamente en las noches

– escribiendo he pedido,
he perdido.

– en esta noche en este
mundo abrazada a vos,
alegría del naufragio.

– he querido sacrificar mis
días y mis semanas en las
ceremonias del poema.

– he implorado tanto desde
el fondo de los fondos
de mi escritura.

– Coger y morir no tienen
adjetivos.

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