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Implicaciones del apocalipsis zombie

En su séptima temporada “The Walking Dead” sostiene su vitalidad

En su séptima temporada “The Walking Dead” sostiene su vitalidad, y hace temblar las bases del (sub) género planteando una dimensión donde el ser humano se debate entre las ruinas de la globalización y las promesas de un futuro incierto.


The Walking Dead, en plena séptima temporada, continúa sosteniéndose con vitalidad a pesar de ciertos estancamientos y traspiés que, en el despliegue indefinido de la serialidad, logran siempre retomar el curso arrebatador de sus momentos álgidos. Y ese no es un hecho menor: es obvio que la premisa de su planteo nunca fue destacable por su originalidad. El apocalipsis zombie se ha convertido en un eje remanido instituyéndose como subgénero del terror desde la saga de George Romero (mucho antes, en el cine, los zombies existían, pero eran otra cosa), y la supervivencia de un grupo en un mundo devastado (sea cual sea la hecatombe) tampoco se presenta a estas alturas como un motor capaz de generar grandes expectativas.

Sin embargo, de modo algo sorprendente y frente a todos los escollos, la serie siempre logra salir airosa. Y es que, más allá de ciertos lugares comunes, más allá de los estereotipos, más allá de las convenciones, The Walking Dead se asienta sobre un terreno ríspido capaz de hacer temblar las bases del (sub) género para llevarlo hacia otras direcciones en las que se dirimen otras implicaciones más vastas.

Una ruptura aterradora

Hay, cerca del comienzo de la serie, un hecho puntual que sigue constituyendo, aún pasados los años y las temporadas, el nodo fundamental de su más profundo desarrollo. Es el momento en que un niño asume la responsabilidad de ejecutar a su madre con un disparo en la cabeza para evitar su transformación en un caminante. Ese hecho es la más brutal evidencia de una ruptura aterradora, es la marca indeleble de una transmutación que se sabe que ocurrirá pero a la cual se resiste: el mundo que estos sobrevivientes habitan es uno nuevo en el que los antiguos valores ya no cuentan, todo tiene que ser reinventado desde cero. La tierra parece haber regresado a una especie de estado de naturaleza, y los nuevos seres que campean su superficie se rigen por sus instintos más primarios propios de una animalidad predatoria, corriendo ahora del eje dominante a los “animales astutos” que se habían arrogado desde varias centurias atrás el derecho de propiedad sobre la tierra, sobre las cosas, y sobre los considerados Otros. El verdadero terror, allí, no se encarna entonces en la amenaza de los zombies, sino en la desaparición de todos los antiguos valores que regían los intercambios normalizados del tejido social, es decir, en el derrumbe apocalíptico de todo el edificio construido bajo la categoría arbitraria de “humanidad”. Lo aterrador, por tanto, se instala como un terror mucho más profundo que aquel sujeto al asedio del monstruo objetivado como lo anormal (y por lo tanto susceptible de ser eliminado): se trata aquí del terror insoportable suscitado ante la desaparición de todas bases que sostenían una idea normativa de lo humano y de sus condiciones de existencia y de manifestación colectiva. Lo que causa terror, por ende, es el vértigo de saber subrepticiamente que se está en el vacío (que es un poco la nada, que es un poco la libertad). Pero en un vacío que es, en realidad, esa brecha configurada como un entre-los-tiempos. Ese instante eternizado que sucede a la caída de los ideales capitalistas de la llamada Civilización Occidental, y que precede a la construcción de otra idea de lo común desde una vuelta a un estado de naturaleza originario de la Tierra. Y es en ese instante fatal, abierto a lo insondable de la nada misma, donde conviven el pasado como ruina y el futuro como promesa que aún no promete nada (porque la promesa se construye como invención y como proyecto). Es allí que ese instante exige construir nuevas certezas y nuevo valores a partir de las partículas caóticas que deja tras su muerte la civilización anterior. Esa es la tarea de los que quedan en pie. Pero estos sobrevivientes intentan infructuosamente constituir nuevas células sociales que son siempre e indefectiblemente arrastradas por el impulso de la violencia del orden anterior.

Entre los tiempos

Estos sobrevivientes son seres que navegan entre esos dos tiempos, el tiempo anterior del capitalismo y la promesa de un tiempo posterior que aún no llega. Pero es allí que no pueden sino permanecer y sobrevivir en ese entre-los-tiempos aterrador, ya que no son otra cosa más que los últimos resabios de un mundo extinguido en el que la lucha salvaje por la propiedad (privada) era la norma. De todos modos habría que hacer la salvedad de que no es que la violencia y el estado de guerra permanente se planteen aquí como una suerte de estado natural del hombre (ya que eso sería otra construcción: no habría tal estado natural, apenas otro estado construido a partir de una relación con la naturaleza), sino que en cambio se postulan como el resultado asincrónico de operatorias propias de un mecanismo anterior que ya no cuaja en el presente de un mundo vuelto a una condición preindustrial y pretecnológica. No es casual que las fallidas comunidades formadas en el transcurso de la serie se hayan conformado en sitios como la casa de un pastor, una cárcel, un hospital, o una estación de trenes convertida en matadero. Los resabios del funcionamiento de las antiguas instituciones disciplinarias siguen arrastrando a los sobrevivientes de The Walking Dead a la violencia de un orden caduco propio del mundo extinto. No es otra cosa más que la lucha encarnizada e hiperviolenta por la propiedad privada, aunque en este caso se trate exclusivamente de las necesidades más elementales, como el refugio y la comida. Incluso, en lo que va de esta séptima temporada, la alegoría se despoja de todo su valor simbólico hasta disolverse en el comentario ostensible: un grupo de sobrevivientes oprime y explota  a otro apropiándose de su trabajo.

Un nuevo orden

En el mundo de The Walking Dead, arraigado en ese tramo entre-los-tiempos, la lucha se establece entre las ruinas y las promesas. Y esa lucha es el verdadero terror: la angustia aterradora de caer en cuenta de que todos los valores morales que regían la idea de civilización no eran más que una construcción arbitraria, y que ahora es imperioso construir unos totalmente nuevos, más allá de toda noción moral, más allá, incluso, de las ideas contingentes del Bien y del Mal. Pero, ¿cómo hacerlo cuando las sujeciones del antiguo dispositivo disciplinador siguen actuando sobre estos sobrevivientes como norma de conducta? Quizás, y aún más, se trate en realidad de que la tierra ya no pertenece a estos animales astutos que se habían adueñado de ella por medio de la fuerza, sino a esas nuevas criaturas que devuelven lo humano a su condición animal para reanudar la gran comedia de la civilización.

Nube cósmica

Puede resultar exagerado, pero nuestro presente no dista mucho de ese lugar entre-los-tiempos que presenta The Walking Dead: este momento de suspensión entre las ruinas de la globalización capitalista y las promesas de todos los futuros posibles aún por inventar. Vivimos, hoy, entre las ruinas y las promesas que aún nada prometen, como en una serie de terror apocalíptico. Ya lo había augurado Friedrich Nietzche: es el momento de terror generado por el vértigo de saberse ya sin certezas. La serie, al respecto, aún se manifiesta bastante escéptica, pero no por ello pesimista. Los sobrevivientes están allí, como nosotros, arrojados a un mundo que exige inventar nuevos horizontes “con las partículas caóticas de esta nube cósmica que deja tras suyo la muerte de las narrativas pasadas” (Alvaro García Linera, vicepresidente de Bolivia). Si bien ellos parecen no poder desatarse de los antiguos valores y de las antiguas violencias, el problema está planteado, y con él la posibilidad, siempre abierta, de pensar e inventar nuevos y mejores mundos. El pesimismo, podría decirse, no es más que un lujo de los acomodados. Un lujo que ningún sobreviviente se puede dar.

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