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Crítica cine

El calvario asumido de una mujer violentada

“La patota” aborda el vía crucis de una mujer violada que en su afán por redimir las iniquidades sociales se acerca a la parábola bíblica de la sumisión, de situarse como cordero de Dios.


lapatota-fichaSegunda película de Santiago Mitre luego de la sobrevalorada El estudiante, La patota es una remake de la original del mismo nombre que filmara Daniel Tinayre en 1960, que tuvo a su esposa Mirtha Legrand en el rol protagónico, y que relee las líneas principales de aquélla historia para aggiornarla en aras de problemáticas algo más contemporáneas, fundamentalmente en su modo de explicitarlas y en el espinoso armazón moral dentro del cual tiene lugar las decisiones de una mujer violentada.

Como en la de Tinayre, el eje del relato es exiguo: una joven abogada viaja al noroeste argentino para participar de un proyecto educativo en zonas periféricas donde la pobreza y la marginalidad son el caldo en que se cuecen las relaciones entre los mismos habitantes, pero que se agudiza aún más cuando desembarca alguien de afuera. Paulina, en una hierática pero eficiente labor de Dolores Fonzi para componerla, es una mujer decidida y desea llevar adelante su experiencia de mejorar las cosas para los demás desde una participación directa y no desde un estudio o un estrado judicial como la conmina a hacer su padre, un juez de la zona que no comprende por qué su hija dejó Buenos Aires y una carrera prominente por delante. Allí entonces, en ese escenario de selva profusa, de carácter marcadamente hostil, sobrevendrá una violación y un consiguiente embarazo de la protagonista fruto de ese hecho.

La cuestión dilemática de La patota tendrá lugar principalmente entre padre e hija, allí entrarán en tensión los intereses de cada uno respecto a lo que significan los lugares sociales que ocupan y el modo de enmendar en la medida de las posibilidades de cada uno la inercia burguesa que perpetúa esos lugares. También, es inocultable en su modo expresivo, entra a tallar en La patota algo de una de las parábolas cristianas por excelencia, la de la sumisión, la de la otra mejilla, la del cordero de Dios ante el verdugo, ante el victimario, ante el agresor, en la que se privilegia la redención de los culpables por sobre la Justicia, aquel fiel de la balanza que vendría a equilibrar las iniquidades a partir del castigo, y representado aquí en la figura del padre –por partida doble, como juez y progenitor– y en la estructura policial y judicial. Aparato que, como es obvio, Paulina rechaza y enrostra su endeblez en una de las pujas con su padre, ya con los hechos consumados, al apuntar que cuando hay pobres la Justicia no busca la verdad, sino sólo culpables. En ese tránsito de Paulina por el vía crucis luego de la violación y el embarazo del que no quiere desprenderse, se pone de manifiesto la incongruencia y la iniquidad de un sistema que aún no quiere responder culturalmente a la violencia declarada hacia las mujeres –al menos para comenzar a mitigar el halo patriarcal y machista–, hoy tan en boga por el carácter público que destacan las cifras escalofriantes que tienen los femicidios. Algo de la instancia redentora de Paulina, que conoce a cada uno de sus violadores, que sabe sus nombres y que convive con ellos en la escuela donde da clase, dialoga con esa entrega de cuerpo y espíritu que fue marca de agua en buena parte de la militancia de los años 70, aunque ahora en una instancia más individualista, casi extemporánea, tal vez producto de relaciones familiares conflictivas atravesadas por una conciencia sobre el malestar social y la exclusión recurrente. Paulina no está contenta con la clase a la que pertenece, sus amistades –incluido su novio– pertenecen a estratos más humildes pero, y he aquí la incongruencia mencionada más arriba, ninguno de ellos comprenderá cabalmente su sufrimiento –quizás un poco otra docente que la alberga en su calvario–, ni podrán hacerla cambiar de itinerario en esa suerte de senda sin salida para todos, menos para ella, que sigue los dictados de su voz interior.

En relación a su tratamiento formal, La patota esgrime los recursos con los que Mitre se valió para el El estudiante, es decir, planos cercanos y algo oclusivos, escenas inmediatas y orfandad absoluta del fuera de campo, que si bien provoca un buscado efecto lúgubre para el peregrinar de la protagonista, a la vez agota la potencialidad expresiva en su sucesión; en otros términos, la austeridad que exhibe Mitre, atendible como propuesta estética, se muerde su propia cola al ceñirse demasiado a esos planos cerrados, obviando subrayar el rico contraste que se hubiera producido en el contexto de la desmesura de la selva misionera. Y hay algo más, expresado en la insistencia con que los guionistas –el director y el también realizador Mariano Llinás– exponen sus principios por boca de la protagonista, lo que desde el vamos la vuelve un tanto maniquea en esa asunción de su rol, el de cargar –más allá del sentido que para la mujer adquiere esa acción– con la cruz.

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