Espectáculos

El amor como un relato posible

David Edery y Claudia Schujman brillan con sus actuaciones en “Aprovechar el tiempo”, nuevo trabajo del director Ricardo Arias, en el que se narran escenas de la intimidad de una pareja entre un hombre de 80 años y una mujer de algo más de 40.


Dramaturgia y dirección: Ricardo Arias
Actúan: David Edery, Claudia Schujman
Sala: Espacio Bravo, Santiago 150, viernes a las 21

El amor como un relato posible que busca un resquicio para volverse visible lejos de los prejuicios y de lo supuestamente establecido o aceptado, y el tiempo como la materia constitutiva de la vida y del destino de todo ser humano, independientemente de su edad, claramente, apenas una circunstancia en la vida de las personas. Un encuentro casual y la verdad irremediable como recurso narrativo, apelando a la sensibilidad y a la entrega infrecuente de dos actores maravillosos. Aprovechar el tiempo, espectáculo estrenado el último viernes, es una pequeña perla en la cartelera local. Bajo la dirección de Ricardo Arias, y con las singularísimas actuaciones de David Edery y Claudia Schujman, el espectáculo trasciende lo meramente teatral (“la teatralidad es lo que contiene a la actuación”, sostiene Arias) para revelarse como una experiencia vital, orgánica, de una profunda honestidad, en la que los actores actúan y al mismo tiempo trascienden lenguajes y poéticas para producir “ficción” en un espacio escénico en el que están solos, casi sin artificios ni objetos, al que llegan y más tarde abandonan.
Un hombre a poco de cumplir 80 años se cruza con una mujer casi cuarenta años menor. Sin embargo, eso no impide el encuentro. Atravesando el miedo y la inseguridad que los agobia pero al mismo tiempo los convoca, deciden abismarse al deseo, a lo que pueda ser o pasar en esa intimidad que los aguarda y embelesa.
Como en una especie de desafío a la verdad en escena y a los límites de lo que, se supone, implica la actuación, Arias pareciera acompañar a sus actores a las puertas de un ritual: el de contar su historia como un acto más de la vida, esa que tomará prestado lo necesario de la “realidad” y aportará lo que falte desde una “ficción” que trasunta en sueño, deseo e imaginario propios.
Casi como un homenaje al gran tótem de Las hijas del Rey Lear, versión del clásico de Shakespeare montada por Arias con Edery como el rey y Schujman como la desdichada Cordelia (su hija menor, la que lo quería de verdad y muere en sus brazos), una cama, aunque más pequeña que aquella, vuelve a aparecer en el centro del escena. Allí se habilita el encuentro: la cama es vida y muerte, un objeto onírico y metafórico sobre la intimidad de estos dos personajes y de todos los seres humanos.
De este modo, con guiños a aquella puesta emblemática (a la proximidad que les dio ser “padre e hija”) en la que ambos actores se conocieron y entablaron un vínculo de admiración y respeto, aquí el desafío es aún mayor: la intimidad se vuelve materia, el vínculo es real (existe, se materializa), y el ascetismo y los cuerpos narrando en el vacío del espacio escénico, un camino riesgoso pero elegido.
Más allá de que lo narrativo por momentos se vuelve inevitablemente secundario porque las actuaciones tan en primer plano desdibujan un relato que, además, se muestra fragmentado, el montaje, en su afanosa brevedad (dura apenas 50 minutos), ofrece un viaje por instancias de una pareja que van (como los de cualquier otra) de lo idílico a lo cotidiano, pasando por el agobio y el desencanto, hasta desentramar lo oculto, no lo dicho, la sorpresa y lo doloroso.
Dejando de lado a la juventud como una especie de don que en sí mismo pareciera no tener ningún valor, Arias pone atención en aquello que el teatro, en su gran mayoría, prefiere no mostrar. La presencia de cuerpos reales, la condición de historia y de pasado, lo bello y triste que se guarda debajo del colchón están allí y son tránsitos que, desde la platea, admiten una serie de preguntas que van desde qué es la actuación, cómo se actúa o se construye eso que se ve “tan real”, por dónde discurre la verdad escénica, y cuánto de eso que se percibe tiene tintes de “biodrama”.
Casi con lógica borgiana, el tiempo es aquí materia y signo poético (“el tiempo es la sustancia de la que estoy hecho”, escribió Borges); el tiempo está en los cuerpos de estos personajes que no tienen nombre, pero también, en el relato y en la acción dramática que, más allá de cierta complicidad del comienzo con el público, encuentra su “no buscada” teatralidad: son actores que vuelven orgánica cada palabra, se aseguran una fuerte dosis de certeza y verosimilitud frente al público, incluso, en los momentos que “dudan”. Así logran perderse en el relato para encontrar los lugares a los que quieren llegar. Y con esa misma simpleza, disparan la risa y conmueven en dosis igualmente verdaderas.

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