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crítica teatro

“Divinos siervos”: la oscuridad de la niñez

Magalí Eguiluz dirige a un atractivo elenco, integrado por Anahí González Gras, Fernando Sierra y Martín Iriarte, en “Divinos siervos”.


Los “siervos”, esas personas que, según la Iglesia Católica, por su entrega (o su confusión), están en la antesala de una especie de grado primario de beatificación, quizás por su falta de resistencia a una serie de cuestiones vinculadas con los dogmas o exigencias con las que se supone hay que “cumplir” para “pertenecer”, son la materia de un gran hallazgo en la cartelera teatral local. Se trata de Divinos siervos, con dirección de Magalí Eguiluz (Homeless chic), que por estos días ofrece sus últimas funciones en La Manzana, un material singular en el contexto de las teatralidades rosarinas de estos tiempos, porque si bien abreva en la materia de la siempre fluctuante dramaturgia del actor (heredera de la creación colectiva), aporta algo diferente en términos poéticos.

Una supuesta propuesta de trabajo que deriva en otra cosa vuelve a juntar a tres amigos de la infancia que hace veinte años que no se ven, y eso es todo lo que hay. Otrora niños que se (des) formaron “jugando a leer la Biblia” y participaron de actividades parroquiales, hoy, claramente son otros, más allá de que en ellos estén latentes cuestiones del pasado que por no resueltas (y agazapadas) saldrán a la luz en el momento menos esperado.

La directora, que trabajó junto con los actores a partir de una escena previa surgida de la improvisación, llega a buen puerto porque traza algunas premisas claras. Eguiluz y equipo decidieron indagar en algunos aspectos vinculados al material fundante como son la fe o creencia religiosa y la necesidad de trabajo, a lo que suman algunas fugas aún más interesantes, y sobre las que quizás deberían ahondar, como la represión del deseo y las marcas de problemáticas no resueltas heredadas de la infancia, un momento de la vida de estos personajes que pareciera navegar entre la belleza y la atrocidad.

Pero hay otro gran atractivo en este desafío de producir ficción con casi nada, más allá del interesante abordaje que los tres actores hacen de sus personajes, que llevan una vez más a preguntarse qué es la actuación. Directora y equipo instalan el conflicto en una comunidad pequeña, en un pueblo, donde las consabidas arbitrariedades de los “infiernos grandes” salpican las situaciones y las tiñen de otras deformidades que suelen ser aceptadas con inesperada naturalidad, al tiempo que enriquecen particularmente lo que, poco a poco, se puede ir descubriendo de estos “siervos”.

Es así como en el contexto de la estructura dramática propuesta, el equipo trabaja sobre la lógica de una buscada confusión, y vuelve permeables las situaciones (los pensamientos) que atraviesan los personajes, sobre todo aquello que en realidad anida en ellos pero que no se ve a simple vista.

De este joven y atractivo trío de actores con más aciertos que errores, se destaca el notable trabajo de Anahí González Gras como Marilin, una mujer aún joven, que ha sabido atomizar el deseo que ahora perece volver a despertarle Fermín, su ex compañero, que junto con ella es convocado por José para el supuesto trabajo. Con algo que Marilin tiene a flor de piel pero que prefiere ocultar, aunque que por momentos fluye por sus poros, la actriz transita algunos de los mejores pasajes del montaje.

De hecho, más allá de pequeños déficit en los anclajes de la estructura dramática, son los actores los que sostienen la ficción con algo de la impronta del cine Indie, y con cierta extrañeza que dibuja y desdibuja los avatares que el ostracismo pueblerino instala en estos tres sobrevivientes del otrora grupo de liturgia “con el padre Jaime a la cabeza”.

El material trabaja, también, sobre otras lógicas que se tejen de cara a las comunidades pequeñas: el mandato de la maternidad y al mismo tiempo el vacío que puede producir su ausencia, algo asociado a la “anormalidad” y al “fracaso”; la negación del conocimiento o bien aferrarse a él como único salvavidas, el misticismo como algo posible y también salvador, y frente a eso, todo lo reprimido porque está “mal”. Al mismo tiempo, el peligro que puede implicar la evocación de un recuerdo, lo que no se dijo o se ocultó de común acuerdo, ese secreto que se vuelve estallido en un momento abismal donde sólo se puede callar, gritar o salir corriendo en busca de aire.