Política

Opiniones

De campaña y de encuestas

Por Carlos Duclos. Nunca está de más recordar que por el año 1983, no sólo resucitó la democracia que había sido crucificada por un golpe de estado, sino que al mismo tiempo nació una nueva forma de hacer publicidad política.


Nunca está de más recordar que allá por el año 1983, no sólo resucitó la democracia argentina que había sido crucificada por un golpe de estado, sino que al mismo tiempo  nació una nueva forma de hacer publicidad política. Punto de referencia  y padre de ese nuevo modelo comunicacional argentino, fue David Ratto. Encasillado por muchos en la profesión de publicista, Ratto fue mucho más que eso: era un artista plástico, un redactor exquisito, una fuente de ideas asombrosa, pero sobre todo poseedor de un sentido más que común y el don de saber comprender tanto las necesidades del individuo como del grupo y procesar esa comprensión y conocimiento. Semejante capacidad, hoy, es difícil de encontrar.

Ratto, como se sabe, fue pieza fundamental en la campaña del ex presidente Raúl Alfonsín, y bien puede decirse que fue pieza clave para consumar el triunfo radical que asestó un duro golpe al peronismo, movimiento político que siempre se sostuvo en materia de comunicación en el  carisma, mensaje y perspicacia de Juan Domingo Perón. Sin embargo, muerto el líder, de cuyo talento y predisposición para con su pueblo no puede dudarse, a menos que se esté cegado por el fanatismo, se murió el discurso (entre otras cosas que fallecieron) y el peronismo no encontró, simplemente porque no lo tenía, la forma correcta, la vía eficaz para transmitir la idea que quedaba. Entonces, el Movimiento Nacional Justicialista no alcanzó a observar o comprender que el mundo había cambiado, que las comunicaciones entraban en una nueva etapa (no sólo por nuevos métodos, sino por nuevos contenidos en el mensaje) y que no bastaba para ganar una elección con la pasión, la mística y la militancia, sino que había que ser creativo, persuasivo y andar por otros terrenos.

Ratto, gran observador de la realidad, entendió que la sociedad aguardaba nuevas cosas y dijo en algún momento algo que hoy no ha perdido vigencia (todo lo contrario), pero que muy pocos entienden: “Hay algo que no falla: convencer a la gente con argumentos lógicos, razonables; que sepa por qué compra una cosa y no otra. Creo que hay que convencer, no vencer”.

Han pasado los años y muchos políticos, de uno y otro signo, no han aprendido la lección que dejó el responsable del triunfo de Alfonsín: hay que convencer y no vencer. Nada de esto es dable encontrar hoy, por lo general, entre la dirigencia política argentina. Hay una locura, un desenfreno casi sin límites por vencer al otro (es un problema patológico, sin duda, que debería ser estudiado por algún psicólogo). A diario, los que recibimos mails con comunicados y gacetillas de prensa de diversos sectores políticos, advertimos este ánimo de vencer al contrincante político, con críticas de diverso tono. De lo que se trata para algunos (no para todos) es de esmerilar al adversario, de socavar su base de asentamiento, de desdibujar su imagen, de deteriorarlo siempre (no sólo durante la campaña) con miras a desalojarlo del poder si lo tiene, llegado el momento, o de impedir que lo logre si no lo posee.  De proyectos… poco, a veces nada. Se trata de vencer, no de convencer.

¿Qué sería convencer hoy? Pues, algo así como llamar al adversario al diálogo y a la conjunta elaboración de propuestas para el bien común y de persuadir al electorado de tal modo, y no de otro, para que confíe en lo que se ofrece, en virtud de la existencia de iniciativas genuinas y no armadas grotescamente con miras a un resultado electoral. Sería inclinar al ciudadano a pensar  que hay ánimo de hacer (hacer de verdad) y no sólo de pergeñar propuestas insustanciales para lograr votos. Claro, algo difícil de entender por buena parte del entramado político. Así les irá; mejor dicho: así le está yendo a buena parte de la estructura política.

A más de 30 años de democracia, queda claro que tampoco alcanza con convencer, mediante técnicas publicitarias y  de “ventas”. La experiencia de lo vivido, ha puesto en alerta al ciudadano que ya no permite, en muchos casos (a pesar del trabajo para idiotizar  que algunos promueven) que le vendan un envase opalino en el que no se puede observar el contenido.

El mensaje (cuando lo hay) de muchos dirigentes políticos es hoy grosero, patético, lábil. Está fundado en la crítica para destruir, no para construir una vida mejor. Y esto el ciudadano lo intuye no más escuchar o leer algunas palabras.

Lo curioso del caso, es que hay dirigentes que gozan de fama y reconocimiento popular sin haber abierto la boca, sin haber hablado jamás sobre sus propuestas (que se desconocen) y sin haber explicitado mediante el lenguaje oral qué cosa  hicieron, qué proyectos aportaron a la vida social argentina, santafesina o rosarina mientras fueron funcionarios. Y esto se debe a varias razones; una de ellas la falla del buen y talentoso político (que los hay) para correr respetuosamente el velo de tales ídolos y mostrar lo que en realidad hay políticamente detrás de esa “fama”.

Algunos han sido ponderados y exaltados por su condición de “honestos”. El ciudadano merece, primero, que alguien le explique qué es en realidad la honestidad, qué disposiciones morales y virtudes abarca la definición.  Luego, desmenuzar aquello de que para conducir el destino de un grupo humano no alcanza, ni mucho menos, con la honestidad. La historia está plagada de honestos que arrojaron a la sociedad a insondables precipicios. En fin, como si no fuera la honestidad condición sine quanon, fundamento para poder acceder a la función pública.

Un mensaje adecuado y eficazmente transmitido sería suficiente para llevar a su justo sitio a figuras más elevadas por la fantasía de aquello que se cree que por la realidad de lo que se hace. Sin embargo, el mensaje justo, sincero, adecuado, que sea confiable y que abra el corazón del ciudadano es una especie extinguida. Extinguida por aquellos que desde una pompa hundida en un subsuelo del mundillo político, suponen, con arrogancia, conocer el corazón del hombre común que anda sobre los valles estériles y los desiertos de la vida a veces, muchas veces, sobreviviendo.

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