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Crítica de cine: consumación de un amor

Con seis nominaciones al Oscar, incluidas las de guión y mejores actrices, “Carol”, de Todd Haynes, aborda con eficacia una relación sentimental entre dos mujeres en los prejuiciosos años cincuenta.


criticaEl norteamericano Todd Haynes sigue firme en su relectura del tipo de melodrama que inauguró el alemán exiliado en Estados Unidos Douglas Sirk. Es decir, como ocurre en la reciente Carol, construye estructuras melodramáticas donde las pasiones y ansiedades, los miedos y las angustias se dirimen en la búsqueda de un amor que actuará como bálsamo para ese tempestuoso mar de fondo.

Como los de Sirk, los melodramas de Haynes persiguen una estilización extrema casi manierista, son a su modo, en este aspecto, excesivos –por momentos las particularidades del primer plano secuencia de Carol remiten sin contemplaciones a un posible cuadro de Edward Hopper–, pero, tal vez un poco más que Sirk, buscan provocar cierta reflexión sobre los amoríos que allí se revelan. Porque de eso tratan los films de Haynes, de amores que se fijan en los imaginarios de los involucrados y generan turbulencias que ponen en riesgo la existencia toda; los que merced a su fuerza arrasadora permiten subestimar cualquier interferencia, aun las más duras e inexpugnables.

Ya en Lejos del paraíso (2002), a partir de un guión original, Haynes ensaya esa forma particular de abordaje extremando las características y posiciones sociales de los personajes, siempre en pie de afrentar las desigualdades de este tipo a través de amores que prenden y no sueltan hasta su consumación. En aquél caso era la relación sentimental entre una mujer de clase media alta y su jardinero negro, luego que descubriera la homosexualidad en ciernes de su marido, en unos años cincuenta donde el racismo y la homofobia eran socialmente correctos. Y Haynes parece también fijado en Sirk en aspectos como la época –en su mayoría, los films de Sirk con más predicamento fueron rodados en los 50 y 60–, tiempo de ultramontanos prejuicios donde cualquier “desviación” debía ser tratada psiquiátricamente, desnudando las hipocresías del bienestar al uso de vida norteamericano y acentuando la “enfermedad” latente en esa sociedad opresora que buscaba disciplinar no sólo hacia adentro, sino dar también el ejemplo al mundo entero.

Temas que Haynes trató recientemente en una serie televisiva, Mildred Pierce (2011), producida por HBO, donde hace una remake libre del film rodado en 1945 por Michael Curtiz –a la vez basado en la novela homónima de ese maestro indiscutible del policial negro y el drama que fue James M. Cain– en el que las relaciones de una madre y su hija son llevadas a un punto sin retorno a través del desprecio, la abnegación y el crimen.

Carol está basada en el segundo libro de Patricia Highsmith, The Price of Salt, publicado originalmente en 1952 con el seudónimo de Claire Morgan mientras trabajaba como dependienta en unos grandes almacenes neoyorkinos (algo así como los Falabella latinos), y luego ya con el título de Carol en una reedición de 1990, cuando los estigmas que marcaban a fuego la homosexualidad no estaban tan encendidos. Algo de autobiográfico debe haber en esa segunda novela de Highsmith, algo que hizo que Haynes encontrar en la personificación de Rooney Mara –quien junto a Cate Blanchett están nominadas como mejores actrices para el premio de la Academia–, un vago parecido a la propia escritora cuando contaba veinte y tantos años.

Así entonces, Carol narra la historia de otro amor prohibido, el de dos mujeres a mediados de los cincuenta en una Nueva York eufórica tras la victoria de la Segunda Guerra, en un clima donde todo parecía poder volverse a hacer de nuevo pero que justamente para ese cometido nada debía apartarse de las normas establecidas. Con una fotografía algo fría que no desdeña sin embargo los rutilantes colores que parecían bañarlo todo –la iluminación y el encuadre son componentes esenciales del cine de Haynes– el relato se inicia con el shock seductor del que es presa Therése, la empleada de los almacenes, cuando una apabullante dama de modales felinos y aristocráticos le pide asesoramiento para una compra. Una seducción mutua a decir verdad, pues la dama también sucumbe al encanto ¿juvenil, sincero? y a la tersura de modales de la vendedora.

Ambas mujeres cargan con vidas complicadas, Carol, la señora de Manhattan lleva como puede un divorcio con un marido celoso, autoritario y capaz de cualquier artilugio para recuperarla, aunque nunca quede claro si ese supuesto amor pasa porque se niegue a prescindir de esa presencia avasallante y luminosa de su mujer que lo hace brillar en fiestas o reuniones; recursos para recuperarla que no reparan en usar a la pequeña hija que tienen como rehén. Una no demasiado ventilada aventura sentimental de Carol con la madrina de su hija en el pasado enardece las sospechas del marido y lo llevan a acosarla en cada encuentro. Por su parte, Therése vive en un limbo de incertidumbre respecto de sus sentimientos amorosos y de su propia sexualidad, no esta conforme con un novio que la busca para el casorio y la entrada de Carol en su vida hace tambalear su espíritu, entregado con intensidad solamente a la fotografía social, que practica seriamente poniendo allí las expectativas de su futuro creativo y laboral. Desde ese primer encuentro una línea de atracción y deseo ascendente situará a las dos mujeres en un escarceo moderado primero –consiguiendo un crescendo casi de intriga a la vez que sutil y delicado–, y llano y directo después, cuando la práctica sexual las queme con su fuego.

Cribada por el mundo masculino que la rodea y no tolera esas apetencias, la relación avanza por un camino sinuoso, que hace dudar a sus protagonistas: mucho más a Carol que a Therése – que se entrega sin condicionamientos producto de su arrebato juvenil–, una vez que ve amenazada la tenencia de su hija. Por momentos un tratado de educación sentimental, es el punto de vista de Therése el que conduce el relato, tanto en el despliegue de ternura entre las dos mujeres –la sensación culposa con que Therèse mide el “escándalo” que provoca la relación–  como en la exposición cruda de los avatares que deberán sortear, y aun en la decidida propuesta de Carol para que escapen juntas, sendero que finalmente les hará comprender lo que merece ser vivido.

Los destellos de esa felicidad circunstancial hacen tambalear todos los valores con que la sociedad norteamericana tutela las individualidades y sus identidades; Haynes se vale de un tono melancólico y sosegado y presta a las personalidades femeninas una cualidad etérea y las pone a pensar sobre las imprecisas huellas de la situación social que viven. Sin estereotipos, con cierta prestancia en una puesta contenida pero con cualidades suficientes en su montaje y su música para albergar los sentimientos en juego, Carol sostiene la tensión del amor prohibido sin claudicaciones haciendo funcionar su carácter explosivo y su resistencia a la insatisfacción. Una forma interesante de decir algo más, estéticamente efectiva, sobre un tema tan viejo como el mundo.

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