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Reflexiones

Corte chica: atajos, encerronas y humo

Hasta donde se sabe, el gobierno no tiene ninguna iniciativa en curso para proveer el reemplazo de Raúl Zaffaroni, que el miércoles dijo que este mes avisará al Ejecutivo de su jubilación en enero próximo, cuando cumpla la edad de retiro.


Hasta donde se sabe, el gobierno no tiene ninguna iniciativa en curso para proveer el reemplazo de Raúl Zaffaroni, que el miércoles dijo que este mes avisará al Ejecutivo de su jubilación en enero próximo, cuando cumpla la edad de retiro. Ante eso y la muerte de Enrique Petracchi, ¿puede el gobierno decir que incumplirá el artículo 99°, inc. 4°, que dispone que debe designar a los jueces del tribunal? No. ¿Puede admitir, en el terreno político, que el peronismo no tiene los 2/3 de los votos de los senadores presentes para proveer el reemplazo para la quinta silla que dejaría en enero Zaffaroni? Tampoco.

Esta encerrona institucional y política intentaron disolverla Jorge Capitanich y el secretario Julián Álvarez cuando, incitados por preguntas de la prensa, dejaron abierta la posibilidad de una ampliación del tribunal. Pero, ¿puede Cristina de Kirchner modificar una norma –la Corte de cinco– que fue iniciativa de ella? Es más quimérico intentar poner, digamos, tres jueces más para volver a los siete que designar a uno: requiere también los 2/3. Nombrar a uno o a tres jueces tiene un camino hoy imposible: un acuerdo con la oposición radical que, embalada por el clima de la campaña, ya se adelantó a negarle al gobierno la facultad de designar al reemplazante de Zaffaroni con el argumento de que está en el último año de gobierno, algo que el oficialismo tampoco puede admitir porque necesita en ese lapso lo contrario, demostrar que sigue en control pleno del gobierno.

La emergencia del achicamiento de la Suprema Corte es un festín del quiero y no puedo de todos sus protagonistas. Ofrece la trama más jugosa de la política criolla porque somete a examen al oficialismo y a la oposición sobre lo que puede hacer –que no es mucho–, lo que querría –que es menos– y también sobre sus límites para producir algo –que son muchos–. Saca también una radiografía de la situación de unos y otros en medio de una campaña electoral en la cual cada acto se mide frente a realidades y quimeras; también un testimonio de la parálisis para la acción que sigue al choque entre las veleidades de la política y los rigores del sistema institucional.

Eso es una crisis política que, como todas, no tiene un solo responsable ni comenzó ahora.

Sin el concurso de los radicales, esta inhibición para cualquier acción virtuosa es otra encerrona en reproches mutuos, porque el gobierno suma en su favor el reproche de que ahora la oposición se niega a nombrar a alguien en la Corte cuando se ha quejado de que hay 200 puestos de jueces vacantes que no proveen, precisamente por falta de un acuerdo político entre unos y otros.

El gobierno sufre la encerrona de que le recuerden el fin del mandato y la falta de los 2/3, que mueve una oposición que presume que podrá ser gobierno en 2015 y que tendría esos 2/3, algo improbable aunque el peronismo fuera desalojado del gobierno.
Esos humos dialécticos se vuelven más densos, alimentados porque se han echado a rodar nombres de presuntos reemplazos irreconciliables para cualquier opositor: Carlos Zannini, que presidió el tribunal superior de Santa Cruz, que dejó por razones de salud en su momento, o los penalistas Alejandro Slokar –vicario de la doctrina penal zaffaronista– y León Arslanian, ex ministro de Justicia de Carlos Menem.

Pero visto del ángulo contrario, ¿existe algún nombre de prestigio supra partidario que podría ser digerido en algún acuerdo? Otro imposible. El último intento de algún consenso institucional como éste ocurrió a fin de 2013, cuando el gobierno, a través de negociaciones discretísimas entre Capitanich y el dúo Gerardo Morales-Ernesto Sanz, pactó el voto de todos para designarlo a Juan Manuel Abal Medina como Defensor del Pueblo. Duró menos que el verano porque los radicales, en febrero, deshicieron lo conversado con el argumento de que ya estaban en campaña y que era más que inconveniente aparecer acordando con el kirchnerismo. Eso mandó al ex jefe de Gabinete a Montevideo y la Defensoría sigue vacante, por el mismo desacuerdo que mantiene al procurador penitenciario, el radical Francisco Mugnolo, con el mandato vencido desde 2008.

Con la oposición empujando, la situación del gobierno es más angustiosa porque le mentan las desgracias del fin de mandato y de la falta de votos, cuando es poco probable que un nuevo juez de la Corte adicto al oficialismo le cambiase la vida al gobierno. La actual composición de la Corte, con cinco o mañana con cuatro integrantes, ya ha demostrado que no es un tribunal que vote lo que el gobierno quiere, o dispuesto a halagarlo con algunos brindis cordiales, como sería avisarle por adelantado de algún fallo odioso. Eso no ocurrió ni con la sentencia Badaro, que obliga a la Ansés a actualizaciones de jubilaciones que le cuesta sostener, ni con la ley de Medios, que la Corte avaló pero negándole al oficialismo la posibilidad de clausurar nuevas demandas que ya ocurren.

Más aún, cuando se discutió la posibilidad de quitarle a la Corte de Ricardo Lorenzetti la delegación de las facultades para manejar el presupuesto de la Justicia (algo que la Constitución le dio formalmente al Consejo de la Magistratura pero que en los hechos conservó el tribunal desde los tiempos de Julio Nazareno) la Corte se constituyó en Olivos y anunció que si eso ocurría renunciarían en el acto todos sus integrantes, sumiendo al país en una crisis más que desestabilizante.

Lo mismo han hecho trascender los actuales miembros que harían si se les imponen jueces subrogantes de la lista votada por el Congreso y no mediante el procedimiento de sortearlos entre los presidentes de las cámaras. Más humo, porque un juez adicto en la silla que dejará Zaffaroni no le cambiará la vida al gobierno.

Ante este aprieto, el gobierno tiene el atajo clásico que elige cuando el agua sube hasta lo insoportable: desatar una batalla por la quinta silla que no sólo tape la falta de los 2/3 y la debilidad del fin de mandato con una misión para la militancia. Una manera de entretener a propios y extraños en una pelea que valga más por la música que por la letra, por la intención de mantener la tropa junta e impedirles que migren que por el producto final. Es una táctica que le ha dado resultado: cuando promovió el juicio a los integrantes de la Corte anterior importaba menos la suerte de esas víctimas que forzar a los senadores que los habían nombrado bajo el menemismo a que ahora votasen su destitución.

Cuando se lleva al Congreso la pelea contra los buitres, vale eso más como sistema para ponerles una casaca a los legisladores que el posible efecto que un voto legislativo tenga en la querella que se pelea en Nueva York.

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