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Éxitos y fracasos

Como el fútbol, así se baila el tango

El argentino suele definir a otros argentinos como exitistas, corriéndose de ese lugar. Ser exitista es venerar sólo el éxito sin considerar los medios. De manera voraz se desea llegar a la meta, desconociendo el camino a transitar.


El argentino define a otro argentino como exitista y se corre de dicha categoría, como es obvio de quien define. Ser exitista no es ser exitoso. “El éxito es aprender a ir de fracaso en fracaso sin desesperarse” (Winston Churchill). Algo impensado para un argentino: transitar fracasos y fracasos.

Ser exitista es venerar sólo el éxito sin considerar los medios; de manera voraz se desea llegar a la meta y se desconoce el camino a transitar. Y aquí entra en escena el concepto de valorar. No se trata de que deba ser valioso sólo el logro. En tal caso, lo aprehendido en el camino sería en vano. Llega entonces a mi memoria la respuesta de Edison ante la pregunta que alguien se atreve a formularle: “¿Qué se siente haber fracasado mil veces?” Su repuesta fue: “No fueron mil intentos fallidos, fue un invento de mil pasos”.

La palabra valor viene del latín “valore”, que significa “ser fuerte”. Para aceptar el fracaso, la derrota, se debe ser fuerte. Mientras que el diccionario de la Real Academia Española define la palabra valorar como: “Reconocer, estimar o apreciar el valor o mérito de alguien o algo”.

¿En qué lugar, en qué parte de nuestra historia hemos perdido los valores los argentinos? ¿Tan difícil nos resulta saber qué deseamos?

Esta Copa América no interesaba a gran parte de los argentinos, pero sí pasa a ser una gran herida narcisista el no haberla obtenido. El mejor ejemplo de lo valioso y los valores son los niños argentinos que, sin vergüenza, pueden dejar correr sus lágrimas ante las finales perdidas. A ellos no les importa si es Copa América o campeonato Mundial; ellos tienen la gran capacidad de ver una copa, un trofeo. Ellos, nuestros niños argentinos que aún no han tenido el orgullo de ver las camisetas celestes y blancas levantar una copa. Levantar una, no importa cuál.

Y en un intento de encontrar respuestas sobre nuestra incapacidad de valorar: valorar los logros, respetar los fracasos, reconocer el camino transitado, reconocer, por qué no también, la historia. La historia que nos atraviesa, la historia que no nos contaron, que no escuchamos o bien la historia que nos creímos.

Con orgullo decimos que somos argentinos, pero no “renegamos” de nuestra descendencia de inmigrantes. Como argentinos hemos abandonado nuestra cultura indígena, sin respetarla, sin valorarla, desconociendo incluso sus costumbres, sus rituales.

La palabra Argentina viene del latín “argentum”, que significa “plata”. Término que en Argentina utilizamos para denominar el dinero.

Y es en las orillas del Río de la Plata, a comienzos del siglo XIX, que nace el tango, para luego expandirse al mundo en los comienzos del siglo XX.

El tango se inicia en los suburbios de Buenos Aires, en las noches de conventillo, como válvula de escape de las penas, la soledad, el cansancio, los deseos, la esperanza y desesperanza.

Comienza como una danza que pertenecía a los suburbios de Buenos Aires, propio de las clases bajas y marginales. Se inicia como un movimiento cultural, mostrándose además en los burdeles y cabarets que frecuentaban los inmigrantes. La melodía era producto de la flauta, el violín y la guitarra. Con algún inmigrante que hace llegar el bandoneón, reemplaza éste a la flauta, otorgándole así un aroma único al tango.

El escritor Ernesto Sabato vincula el tango con lo “esencialmente argentino”, considerando el sentimiento de nostalgia que se reitera y reitera. “Pocos países en el mundo deben de haber en que el sentimiento de nostalgia sea tan reiterado: en los primeros españoles, porque añoraban su patria, lejana; luego en los indios, porque añoraban su libertad perdida y su propio sentido de la existencia; más tarde en los gauchos desplazados por la civilización gringa, exilados en su propia tierra, melancólicamente rememorando la edad de oro de su salvaje independencia; en los viejos patriarcas criollos, porque sentían que aquel hermoso tiempo de la generosidad y de la cortesía se convertía en el materialismo y mezquino territorio del arribismo y de la mentira y en (…) los inmigrantes, porque extrañaban su viejo terruño europeo, sus costumbres milenarias, sus navidades de nieve junto al fuego, las viejas leyendas de sus lares”.

Y es así que el tango escribe parte de nuestra historia. Historias colmadas de nostalgia, melancolía, tristeza, desamparo, miedo, soledad, frustración, rencor, picardía.

Sumergidos en la nostalgia desde los inicios, bailamos día a día los sinsabores de la tristeza. “El tango es un pensamiento triste que se baila”, así lo define Enrique Santos Discépolo.

Ser argentino y no morir en el intento, tal vez. Por un lado, atravesados por lo nostálgico y dramático, el desamparo y la tristeza; su contracara, la soberbia, desmesura y pedantería. Al argentino se lo define como agrandado y fanfarrón. De estas características los que vivimos en el interior intentamos despegarnos, atribuyéndoselas a los porteños. Pero tal vez es desimplicarse como argentinos considerar que somos el resto del país seres carentes de soberbia y pedantería. Cuando hay características que prevalecen, como suele decirse, todos caemos en la misma bolsa, mal que nos pese.

“Vivimos revolcaos en un merengue. / Y en un mismo lodo todos manoseaos. /” (Cambalache, Enrique Santos Discépolo).

El fútbol es el deporte más popular del mundo. El argentino es atravesado en todas sus extremidades por la pasión del fútbol.

Julián Ponisio, antropólogo argentino, relaciona los inicios de la práctica del fútbol en la Argentina como deporte amateur con “la danza del tango, como creación de un estilo corporal criollo”. Ya independizados políticamente del dominio colonial español, los inmigrantes ingleses, a la par que traían capitales económicos, traían además con ellos “su propio sistema de vida, su idioma y sus juegos predilectos”, que incluían el football, el cricket y el rugby.

El fútbol argentinizado, azorado por las pasiones que genera, por los amores y desamores que conlleva, trasmite y refleja cuestiones de nuestra cultura e idiosincrasia.

Dios, mal que nos pese, no es argentino, pero nos ha dado a los dos mejores jugadores del mundo. Habiendo disfrutado al primero, Diego Maradona, ya crecía Lionel Messi, considerado desde hace años el número uno del planeta. Sin embargo, el argentino seguía atrapado en la nostalgia de su primer amor.

Al primer amor se le perdonó todo, al segundo se lo mira de reojo, desde muy cerquita, y es ante el primer traspié que será denostado.

Permanece la nostalgia, el desengaño de este primer amor, al cual siempre se vuelve una y otra vez para comparar. Entonces puede irrumpir el miedo al abandono. “No nos olvidemos que el inmigrante y el descendiente del gaucho son seres que abandonaron o fueron abandonados” (Marcos Aguinis). El primer amor nos abandona quizás. Y al segundo amor, lo abandonamos tal vez.

Y es en el suelo de nuestro Norte argentino aquellas tierras donde parte de la comunidad indígena aún mantiene sus usos y costumbres. Ya se trate de una leyenda, un mito o una verdad, se trata de aquellas mismas tierras en las que aún se mantiene una deuda, deuda simbólica, que no ha sido saldada.

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