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Ciencia, divulgación y su aplicación a lo cotidiano

El científico tiene la responsabilidad de discutir las implicaciones sociales de su investigación


El ciudadano medio consume, a través de productos y servicios, tecnología que hunde sus raíces en los logros de la investigación básica. A pesar de eso, ciencia y tecnología no consiguen formar parte de su bagaje cultural. El ciudadano medio está condenado a un nuevo tipo de analfabetismo funcional, y por consiguiente, desconoce su derecho a ser informado.

No se puede esperar que una sociedad alejada culturalmente de la ciencia y la tecnología apueste decididamente por la investigación. Para la cual es imprescindible la tarea de divulgación. Hoy hay una opinión general sobre la responsabilidad de todos los científicos en su tarea de comunicar a la sociedad sus trabajos. Y la interacción con los comunicadores sociales puede ayudar a que los científicos comuniquen sus investigaciones.

Durante mucho tiempo el mundo científico sostuvo que el científico sirve mejor a la sociedad haciendo investigación de alta calidad. Sin embargo, desde hace unos años se comenzó a sostener que el científico tiene la responsabilidad moral de discutir públicamente las implicaciones sociales de su investigación, no solamente promoviendo sus beneficios sino también, y más importante aún, advirtiendo sobre sus potenciales peligros.

Asimov y Arquímedes

En su libro Momentos estelares de la ciencia, Isaac Asimov describe que Arquímides, un científico respetado que gozó de una alta reputación, prefería aplicar el resultado de sus investigaciones a la vida de todos los días, y esto lo convirtió en un personaje histórico cuyos descubrimientos han pasado a formar parte de la herencia de la humanidad.

Nació en Siracusa alrededor del 287 a.c. Sicilia era en esa época dominio griego y Roma la asediaba. Había que defenderla: durante tres años tuvo en jaque a la armada romana colocando en las murallas de la ciudad unos espejos curvos con los que provocó el incendio de una parte de la flota agresora.

Partiendo de una teoría abstracta que explicaba la mecánica de la palanca, Arquímedes logró poner en práctica una nueva arma de defensa de la ciudad.

Recuerden su frase: “Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”. Logró plasmar en hechos lo que su mente, unos años antes, había producido. Con una palanca lo suficientemente larga y un sistema de poleas y muchos metros de cuerda, logró botar una nave cargada de mercadería y con toda su tripulación.

Acababa de aplicar una fórmula producto de una abstracción científica a un problema de la cotidianeidad.

También actuó de modo inverso. El rey creía que lo habían engañado con una corona de oro macizo. Desconfiado, consultó a Arquímedes, quien comenzó a elucubrar. Partió de la hipótesis de que cualquier otro material usado por la época, plata o cobre, eran más livianos que el oro, por lo que ocuparían mayor espacio en la corona en el caso que estuvieran presentes.

Arquímedes no dejaba de elucubrar ni siquiera cuando se sumergía en las tinajas de los baños públicos. Ahí se dio cuenta de que cada vez que ingresaba en la tinaja un volumen de agua equivalente a su cuerpo era desplazado fuera de ella. La leyenda cuenta que salió corriendo, desnudo, al grito de ¡eureka! Al llegar a su casa, reprodujo el experimento en una fuente pequeña; puso la corona y midió el volumen del agua desplazada; luego hizo lo propio con un peso igual constituido por oro puro: y el volumen de agua desplazado fue menor. La corona estaba completada con otros metales. El rey había sido estafado; el estafador pagó por su falta y la ciencia experimentó un paso gigantesco. En esta ocasión, Arquímedes partió de un hecho de la vida cotidiana y llegó a un principio científico.

Un Nobel de Física

Es interesante en esta ocasión aprovechar para sumar un aporte del profesor Mario Mántica sobre un hombre, premio Nobel de Física, que hizo aportes revolucionarios a la ciencia.

Richard Feynman nació en Far Rockwy, Nueva York, en 1918 y murió en 1988. Estudió en el Massachussets Institute of Technology, donde se licenció en 1939, y tres años más tarde se doctoró en la Universidad de Princeton. Durante la Segunda Guerra Mundial trabajó en el Laboratorio Científico de Los Álamos. Fue profesor de física teórica en la Universidad de Cornell, y desde 1950 en la de California, donde colaboró durante varios años con Murray Gell-Mann.

Los trabajos en electrodinámica cuántica le valieron el premio Nobel de Física en 1965. Feynman es autor, entre otros, de los libros “Electrodinámica cuántica”, “Seis piezas fáciles” y “Qué significa todo esto”.

El éxito de su autobiografía: “¿Está usted de broma, Sr. Feynman?”, de 1985, lo hizo popular en medios ajenos al científico y propició una segunda parte: “Qué te importa lo que piensen los demás?” (1987).

Dijo una vez un poeta: “El Universo entero está contenido en un vaso de vino”. Probablemente nunca sabremos lo que quería decir, ya que los poetas no escriben para ser comprendidos. Pero es cierto que si miramos un vaso de vino lo suficientemente cerca, vemos el Universo entero. Ahí están las cosas de la física: el líquido que se arremolina y se evapora dependiendo del viento y del tiempo, las reflexiones en el vidrio, y nuestra imaginación agrega los átomos. El vidrio es un destilado de las rocas terrestres y en su composición vemos los secretos de la edad del universo y la evolución de las estrellas.

¿Qué extraño arreglo de elementos químicos hay en el vino? ¿Cómo llegaron a ser? Están los fermentos, las enzimas, los sustratos y los productos. Allí en el vino se encuentra la gran generalización: toda vida es fermentación. Nadie puede descubrir la química del vino sin descubrir, como lo hizo Louis Pasteur, la causa de muchas enfermedades. “¡Cuán vívido es el vino tinto que imprime su existencia dentro del conocimiento de quien lo observa! ¡Si nuestras pequeñas mentes, por alguna conveniencia, dividen este vaso de vino, este universo en partes – física, biología, geología, astronomía, psicología, etc. . . –, recuerden que la naturaleza no lo sabe! Así, reunamos todo de nuevo sin olvidar en última instancia para qué sirve. Dejemos que nos dé un último placer: ¡bébanselo y olvídense de todo!”.

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