Edición Impresa

Esto que nos ocurre

Apuntes de una mañana de elecciones

“Mañana cambia todo, ¿no?”, dijo el tipo arrimándose al cana que reposaba displicentemente apoyado de espaldas en la baranda de caños que evita que los chicos salten peligrosamente a la calle cuando salen corriendo y a los empujones al finalizar el turno de clases. El policía no salió de su abulia y el tipo cambió rápidamente de tema tragándose el sarcasmo y ese pesimismo demoledor que empaña tantas esperanzas bienintencionadas.

El cielo se mostraba radiante este domingo de abril porque todavía no habían aparecido las nubes que robándole retazos al sol amenazaron a mediodía con pudrir el día, lo que afortunadamente no pasó.

A la escuela entraban familias con chicos, hombres solos y mujeres solas, vecinos del barrio que se saludaban con complicidad sabiendo de antemano a quién iba a votar cada uno, que era el mismo candidato por supuesto, y también ex vecinos al reconocerse después de tantos años siendo que alguno de ellos se había ido a vivir en los ochenta a la otra punta de la ciudad y nunca había actualizado el domicilio. Hasta entró un perro, que se echó en un rincón a dormir su siesta, inmutable al ir y venir de los votantes.

Entre los que salían algunos comentaban lo que les había costado introducir las boletas en esas urnas de bocas estrechas a las que las autoridades de mesa necesitaban agitar a cada rato para que los votos ya emitidos se acomodaran e hicieran lugar a los que todavía faltaba introducir, con el padrón todavía no muy tachado. Sobre la precariedad del mobiliario electoral otro agregó que al apoyarse sin la delicadeza requerida, “que nadie te explica”, se justificó, había desbaratado y echado al suelo el box de cartón en el que intentaba acertar con lo que había traído pensado desde la casa y no encontraba en ese mar de nombres y caritas que son las sábanas de hoy en día. Una vuelta a Macondo, sólo que acá nomás, en ese barrio tradicionalmente fiel al peronismo al que el frente socialista-radical le viene mordiendo los garrones en las últimas tenidas electorales.

Un hombre mayor bajó los escalones hacia la vereda con una punta del documento sobresaliendo del bolsillo demasiado mezquino. Vestía pantalón negro y pulcra camisa blanca de mangas largas que tenía bordada en el lado izquierdo del pecho una delicada bandera argentina. Se notaba que era el atuendo de ir a votar, una forma de compromiso con el ejercicio ciudadano al que los más jóvenes no prestan atención, con el mismo desdén quizás con que acuden a sufragar como si no entendieran que se trata de una fiesta cívica y no de una molesta interferencia en un domingo que da más para el asadito y la siesta o para ir a pescar y pasarse el día disfrutando del río, si con unos mates cebados por la patrona mejor.

Había poca custodia, con hombres y mujeres con distintos uniformes que más parecían coordinadores de turismo indicando sonrientes para allá o para acá a las preguntas de los despistados. Nada que ver con los marciales operativos con uniformados de mirada torva y arma larga en alto de los comienzos de la recuperación de la democracia, cuando todavía perduraban los usos y costumbres de la dictadura en la que todos éramos sospechosos de haber hecho “algo”. Y algunos sí, habíamos hecho: habíamos pensado para defender nuestra salud mental, habíamos resistido en silencio para defender nuestro pellejo y el de nuestras familias, habíamos changueado y cobrado malamente para conseguir el pan que otros acumulaban en forma de billetes verdes en las bóvedas de los bancos cuando no se los habían llevado al exterior.

Una mujer salió renegando de la escuela diciendo que le habían robado el monedero. “¿Cómo que le robaron?”, se espabiló el policía. “Sí, de adentro de la cartera, que había dejado abierta al sacar el documento. Seguro que fue el de atrás, un chorito”, denunció. Pero no fue más allá. “Eso no pasaba cuando las mujeres y los hombres votábamos con padrones separados, en escuelas distintas”, reflexionó en voz alta, restándole importancia al hecho de haber perdido los pocos pesos que llevaba para comprar unas facturas en el camino de regreso a su casa.

“Menos mal que no me robaron el documento, que lo tenía en la mano”, dijo a modo de despedida, resignada. “Eso pasa por culpa de mi marido, que me dice: Dále, apurate, que todavía tengo que ir a votar yo”.

Y antes de darse vuelta y emprender la marcha hacia la esquina, donde el esposo la aguardaba en el auto, alcanzó a sincerar su verdadera preocupación: “ ¡Si no lo podía votar a Sukerman me moría!”, exclamó triunfante enarbolando el DNI salvado de la rapiña.

Comentarios