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¿Qué hemos sido?, ¿qué somos?

Por: Rafel Pineda

Nuestra racionalidad no entiende por qué no se pueden predecir las catástrofes.
Nuestra racionalidad no entiende por qué no se pueden predecir las catástrofes.

¿Qué hemos sido?  ¿Qué somos?  ¿Hacia dónde vamos? Éstas son las grandes preguntas, fundamentales, que cada uno debiera hacerse varias veces en la vida para poder entender para qué estamos en el mundo, a qué hemos venido y qué se espera de nosotros, allí donde nos toca vivir cada día de nuestra existencia. Pero… ¿nos las hacemos? ¿Tenemos la valentía de cuestionarnos si nuestros propósitos tienen trascendencia, si se ajustan a los valores humanos que, como pertenecientes a esta especie “distinta” de las otras que pueblan el planeta, tenemos la obligación de vivir en relación con nuestros pares, respetándolos como quisiéramos que nos respetaran a nosotros?

Semanas atrás reflexionaba, en este mismo diario, sobre nuestra actitud frente al desbastador terremoto de Haití y frente a nuestras realidades cotidianas de pobreza, miseria y abandono humano –a las que parece que preferimos cerrar los ojos– en el Chaco, en el NOA o en tantos otros lugares, tan cercanos como los que rodean a Rosario. Las semanas que siguieron nos llenaron de dolor por el terremoto que asoló a nuestros hermanos chilenos, a los que hoy mismo estamos tratando de ayudar verdaderamente; y también fue Turquía, aunque en menor escala. No encontramos explicación a estos comportamientos de la naturaleza, porque nuestra racionalidad no alcanza a entender cómo, con tantos avances científicos, no es posible predecir estos desastres que dejan muerte, desolación, pobreza y gran dolor.

Pero como los hombres nos diferenciamos de las “otras” especies, por nuestra racionalidad, que es cualidad de racional (ser dotado de razón, facultad o acto humano de discurrir con el entendimiento) podemos, por lo menos, llegar a concretar nuestros actos a través de una elaboración racional que nos permita tomar decisiones con una lógica humana, lógica de respeto a nuestros iguales, de respeto a lo que fuimos al principio de nuestra existencia, lógica por la que debemos agradecer a nuestros padres porque permitieron que naciéramos y llegáramos a ser lo que somos hoy. No nos engañemos, todos los que estamos leyendo estas líneas podemos hacerlo porque nos han dejado nacer y vivimos para contarlo.

En estos días hemos asistido, nuevamente a la absurda discusión sobre si dos seres humanos concebidos, producto del reiterado abuso sexual de adolescentes por sus “padrastros”, deben ser abortados. Comités de Ética Hospitalarios que rechazan el aborto, para luego cambiar sus miembros para que lo acepten; jueces racionales que aplican la ley defendiendo la vida del no nacido –el más indefenso de los seres humanos– y otros que juzgan que el aborto debe ser practicado basado en la interpretación de un artículo del Código Penal claramente eugenésico.

¡Cuántos matrimonios desearían adoptar estos niños! Cuántas jóvenes adolescentes pueden llegar a ser madres apoyadas y sostenidas psicológica y humanamente en el seno de una familia verdadera, contenedora y afectuosa. Cuánto daño se les está haciendo a estas jóvenes que, soportando por miedo,  estoica y silenciosamente, la violencia de repetidos abusos por aquellos que dicen asumir figurativamente la función de padres, tienen ahora que soportar la otra violencia más grave, la de destruir una vida humana, influenciada por una madre que –con el aborto– quiere limpiar los actos inicuos de la que era seguramente consciente, y no fue capaz de denunciar para proteger a su hija.

¿Y los padrastros violadores? ¿Y las madres silenciosas? ¿Quién se ocupa de devolver a estas “familias” la función de proteger a las niñas del ambiente monstruoso en que han vivido buena parte de su existencia, porque las resoluciones legales nada hablan de esta imperiosa necesidad y sólo el embarazo es la moneda de cambio de esta discusión?

Es necesario que tomemos conciencia que la vida, toda vida humana, debe ser respetada, cualquiera sean las condiciones en que nacen y viven, porque son nuestros pares y debemos respetarlos por la misma razón que exigimos que seamos respetados. Las mismas vidas de los embriones o fetos abortados con la complacencia de abuelos, jueces y médicos son las vidas de tantos seres humanos que padecen los efectos de los recientes terremotos.

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